CARLOS BATALLA
El 18 de enero de 1914, los lectores de El Comercio encontraron debajo del aviso del doctor Wenceslao Mayorga, médico del manicomio, el anuncio de la función de estreno del Teatro Colón.
“Los Fantoches. Subsanadas las dificultades del escenario y arreglado este para recibir el magnífico decorado de la compañía, el debut tendrá lugar hoy domingo definitivamente”, decían unas letras negras que competían con “La casta Susana” en el Teatro Mazzi y “Espartaco” en el Cine-Teatro La Merced.
En realidad, El Comercio venía anunciando el estreno desde el viernes 16, pero un comunicado lastimó la ilusión de muchos cuando se informó que se postergaba para el sábado porque era “imposible desembarcar el numeroso equipaje y decorado con la oportunidad necesaria”. Pero el sábado llegó y tampoco pasó nada pese a que se prometieron tranvías para Miraflores, Barranco, Chorrillos, el Callao y La Punta, tras la primera función.
Por esa vieja costumbre limeña de postergar las cosas y retrasar las obras, gran parte de los compradores pidió la devolución de su dinero para pasar ese fin de semana en la playa. Los entusiastas que sí se quedaron y apostaron por el arte antes que por el sol presenciaron el domingo 18, a las 9 de la noche, la obra “Los Fantoches”, de la compañía Fábregas de México. Una versión arreglada de la comedia “Les marionettes”, del francés Pierre Wolff.
LA NOCHE DEL ESTRENO
El periodista de El Comercio que asistió a la primera puesta en escena debió entrar en la redacción del Diario hecho una bala a eso de las 11 de la noche. Entre notas sobre la construcción del Canal de Panamá y la revolución mexicana encontró un espacio para contar lo visto.
“Anoche, la sala del Colón presentaba un hermoso golpe de vista: totalmente ocupada, en todas sus diversas secciones; la sala es pequeña, pero elegante, su decorado es sencillo y artístico, y su forma graciosa y alegre su aspecto”, dice la nota que apareció en la edición matutina y hasta parece haber sido escrita por un diseñador de interiores. “La sala es todo el teatro; su fachada se destaca en líneas suaves; sus escaleras amplias y el hall alto, cómodo y alegre con una hermosa vista sobre la plaza Zela”. Ese espacio, siete años después, se convertiría en la plaza San Martín.
El periodista también alabó al arquitecto de la obra: “Ha sacado de un terreno, en verdad reducido, un edificio elegante, que es un adorno de la capital”.
Las señoritas y los caballeros de sociedad de entonces se agolparon para ver la novedad del año. Ahí estaban las señoras Laos de Miró Quesada, Godoy de Rodrigo, Aramburú de Helguero, Gallagher de Bayly, Arróspide de Deustua, Zañartu de Ortiz de Zevallos, Velasco de Graña, La Fuente de Izcue, Sala de Paz Soldán, entre otras familias.
“Una noche simpática y agradable”, decía el entusiasmado cronista que tal vez por tanto deleite se olvidó de contar que en aquella primera función se apagó dos veces todo el alumbrado del teatro. Aunque para ser justos, sí criticó el telón de boca, por ser provisional.
Pero nada le llamó más la atención que la actuación de Gerardo de Nieva y Virginia Fábregas. Ella se llevó todos los elogios: “Felina en sus movimientos, graciosamente sensual en sus contorsiones, lujosamente ataviada, triunfa como mujer y como artista”. Pero eso sí, todo en su justa medida.