Lucía Isasola no necesita de nadie para movilizarse. Se incorpora en la cama, carga sus piernas paralizadas hacia la silla de ruedas, las asegura con una correa, engancha el freno y toma aire. Ahora da un salto impulsado con las manos y lleva la parte superior de su cuerpo. Quita el freno y pone marcha.
Lucía tiene antebrazos atléticos y palmas callosas. Sus manos son motor y timón a la vez. Nunca usó sus piernas: cuando tenía un año contrajo polio, una enfermedad responsable de que 20 millones de personas en el mundo vivan con algún grado de discapacidad.
Juega en el primer equipo de rugby en silla de ruedas del Perú, integrado por hombres y mujeres que se juntaron en el 2012 a practicar un deporte hasta entonces desconocido. Pero, a pesar de su buen estado físico, Lucía también debe jugarse la vida cada día cuando enfrenta a su rival más difícil: las calles de Lima.
¿Libre acceso?
No es igual escuchar sobre la falta de acceso para personas con discapacidad motriz que verlo por propia cuenta. Por eso El Comercio, junto a Lucía, decidió abordar las calles de Lima para constatarlo.
El recorrido inicia en su distrito, San Juan de Lurigancho. Ella no puede visitar a ningún familiar o amigo que viva en un departamento porque los nuevos edificios no respetan la norma de construcción, la cual obliga que las edificaciones sean accesibles desde la acera, y en caso de haber diferencias de nivel debe tener rampa.
Veredas invadidas por desmonte, rampas con exceso de inclinación, locales públicos o privados sin rampas y rampas rotas son solo algunos obstáculos de la primera hora de camino.
En Lima, 6 de cada 10 personas con discapacidad tienen dificultades para trasladarse, según la Defensoría. Ellos denuncian falta de acceso en hospitales (29,3%), paraderos (23,0%), mercados (21,3%), centros de rehabilitación (18,9%) y bancos (18,%).
“Dependiendo de la magnitud del problema, las personas con discapacidad pueden denunciar el incumplimiento de las normas, por la vía administrativa o penal”, dice la ex asesora legal del Conadis, Irma Beteta.
Lucía llega al Cercado de Lima atemorizada. Va frenando con las manos porque la silla se va de largo por las veredas rotas y rampas tan inclinadas que son riesgosas incluso para cualquier persona a pie. Las combis y taxis se niegan a llevarla.
En la avenida Wilson, Lucía espera durante una hora un bus del corredor azul que tenga rampa, sin éxito. Frente al hotel Sheraton espera un alimentador del Metropolitano que pueda trasladarla, pero solo el 10% de estas unidades son accesibles para sillas de ruedas.
Breña, un distrito con vías en pésimas condiciones, recibe a una deportista con miedo de caer o ser atropellada. Con altas veredas, rampas mal hechas, tramos de vereda irregulares y baños sin acceso, Lucía no podría viajar segura.
Pero la peor vereda es la que no existe: casi todas las zonas residenciales de Monterrico y La Molina solo prioriza el paso de autos. El jirón Los Pinos, las calles de Camacho, Neptuno y Santa Constanza son instransitables para Lucía, e incluso para cualquier peatón.