PIERINA PIGHI BEL
Famosos, pero también algo desconocidos, los malecones de Lima son entre sí como primos hermanos. Parecidos, pero particulares, unos son turísticos, como un antiguo faro; y otros personales, como la sombra de un árbol para leer toda la tarde.
También son madrugadores, igual que los miembros de Perú Runners; nocturnos, similares a concurrentes de discotecas; optimistas, como un parapentista que espera viento frío; o peligrosos, como un asalto en la oscuridad de un parque.
Absurdos, como un edificio incrustado en el acantilado, pero necesarios como una ciclovía para aficionados y profesionales; jóvenes y viejos; musicales y callados; románticos, como una pareja de aniversario.
Una vez, Bryce describió los malecones como un “inagotable muestrario del género humano”, y también en Lima se vuelven extensas pasarelas de todo tipo de vecinos y foráneos. Muchos las recorren a la luz del día, muchos también de noche. Vaya con cuidado.
YA CONOZCO A MIS VECINOS
Si va de tarde, tal vez escuche sermones orientales. Unos colombianos pasean como turistas en unas bicicletas alquiladas a la Municipalidad de Miraflores. Pero al cruzarse con alguien le preguntan si lleva una vida saludable. Antes de responder cualquier cosa, Esteban Reina, un predicador en zapatillas, le presentará el ‘ayurveda’, una filosofía india que recomienda comer vegetales.
Pero hoy, en el Perú, muy lejos de la cuna de esta doctrina, sabe que el malecón es la mejor vía para conocer —y probar— el lado marino de Lima. Esteban y su grupo pedalearán hasta Chorrillos para comer chicharrón en el muelle de pescadores.
Algunos ciclistas eligen bajar el almuerzo de modo radical. Tres, dos, uno, al borde del malecón Paul Harris, en Barranco, Ramesh Devanad se lanza en bicicleta por una trocha hasta la bajada Armendáriz. Dos metros antes de la pista, logra frenar. Pertenece a Extreme Bikers, que le da un seguro anual. Cada semana viene a ponerlo a prueba al borde del mar.
Hans Lind, en cambio, prefiere como sobremesa un encuentro con la vecindad del malecón Pazos, también en Barranco, y saca a pasear a Arman, su pastor alemán. Gracias a que el sueco lo compró, conoció al resto de dueños de perros de su calle. Las mascotas y la existencia del malecón favorecen la integración, aunque Hans lamenta recordar solo los nombres de las mascotas, no de las personas que las sacan a pasear.
PLACER EN 10 MINUTOS
“La pisé y me enamoré”. Los malecones propician idilios y hasta la práctica de un deporte adrenalínico puede sonar a romance. Así recuerda Mauricio Espinoza la primera vez que probó la cinta para practicar slackline (cuerda floja), que consiste en mantener el equilibrio sobre cinco centímetros de nylon.
Niños y adultos lo rodean en el parque Raimondi, un terreno de palmeras en Miraflores, mientras él sube y baja sobre la cinta, como si flotara. Mauricio agradece la compañía diaria y la vista al mar: “Es como un parque, pero mejor. Espectacular”.
El contacto con la naturaleza atrajo también al hombre musculoso, en pantalón militar, que en el mismo Raimondi ofrece 10 minutos de ‘placer’ por solo S/.160. Juan Carlos Pardo aprovecha las pocas corrientes de aire frío del verano para volar parapente con sus clientes y darles una nueva perspectiva: “Ven las cosas tan chiquitas que piensan que se complican la vida por las puras”. A casi 100 metros de altura, los problemas –y las personas mismas– adquieren una dimensión minúscula. Entonces, asegura, gritan de felicidad.
HOMBRES DE CAPA NEGRA
Los malecones ofrecen recursos que las autoridades piden cuidar. En el humedal La Poza, en La Punta, un pescador guarda una pintadilla en el maletín negro que llevó a trabajar. Nadie adivinaría su carga, ni que viene desde los 6 años, ni que ahora, a los 49, llega desde Comas todas las semanas. Cuando Elvis va solo, cada pesca es una conquista de su espacio y, con sus hijos, una forma de mantener cierta heroicidad paternal. Casi como la casa, los malecones se vuelven un espacio familiar.
Hasta que cae la noche y la cantidad de turistas en malecones, como los de Barranco, atrae a vendedores de artesanías y, a veces, de una ilusión medieval. En la Bajada de Baños, dos hombres de capa negra, guitarra y pandereta ofrecen canciones de su tuna universitaria.
Acaban de llegar a Lima de Trujillo para juntar dinero y participar en un encuentro de tunas en el Ecuador. Sentados en una banca, con tres maletas al costado, qué les importa no reunir lo suficiente o no saber dónde quedarse. Qué importa que Skip Vásquez, uno de los tunos, haya perdido su celular en el bus a la capital, si les queda el malecón entero para cantar a las parejas o a otro extraño personaje.