Se ha personalizado en Manuel Burga la desgracia del fútbol peruano. Y es una percepción correcta si consideramos lo que representa: 12 años de dirección errática y antojadiza, carente de éxitos deportivos a todo nivel, y con un campeonato que presenta, probablemente, el espectáculo futbolístico más pobre del continente.
Pero no esperemos que con su salida la realidad de este deporte cambie mágicamente.
Los pésimos resultados del fútbol peruano: no ir a un mundial desde 1982, o no contar con un campeón de clubes desde el triunfo del Cienciano en la Copa Sudamericana el 2003, por ejemplo, no van a terminar cambiando dirigentes, sino con un giro completo en el modelo organizativo de sus equipos.
Son dos las claves de este modelo. 1. Entender al club como una empresa rentable y orientada fundamentalmente al negocio del entretenimiento; 2. Gestionarla como una marca con activa y apasionada participación de su comunidad.
¿Cuántos de los clubes de la liga profesional local tienen estas características? Ninguno. Es harto conocida la ridícula situación de los más grandes, Universitario o Alianza Lima, los que lejos de capitalizar sus multitudinarios arraigos populares, cayeron en bancarrota y han tenido que someterse a comisiones interventoras formadas por su junta de acreedores (entre los que destaca la Sunat).
Los pocos que se han acogido a la ley que promueve la conversión de los clubes en sociedades anónimas abiertas, como Sporting Cristal o la Universidad San Martín, podrían constituirse en buenos ejemplos, pero su timidez en políticas de afiliación y su nulo trabajo de marca las deja solo como buenas promesas.
Lo que países con mayores éxitos deportivos recientes están enseñando, como España o Alemania –que no solo tienen las ligas más poderosas del mundo sino que también han sido los últimos campeones mundiales– es que las instituciones futbolísticas deben contar con economías competitivas, basadas en dos poderosas fuentes de ingresos: los comerciales y los derechos de televisión.
En el Perú los clubes explotan como pueden los derechos de televisión, pero ignoran el trabajo comercial porque no son instituciones con patrimonio aprovechable, no tienen gestión de talento –semilleros– ni gerencias profesionales que exploten el consumo de sus comunidades de seguidores.
Burga dispuso durante su gestión una serie de medidas para llegar a ello –me informa el periodista Elkin Sotelo, experto en la materia– pero parece que su evidente afán de lograr adhesiones políticas y votos para perpetuarse, hizo que olvidara estas exigencias.
Apenas pocos clubes tienen sede propia o divisiones inferiores, y su posibilidad de generar jugadores-inversión es escasa.
La salida de Burga de la federación no va a cambiar algo mágicamente, pero sí es un gran primer paso para dejar atrás un estilo de gestión ineficiente.
Su salida solo tendrá sentido en tanto sea consenso de otra clase de dirigentes. O en tanto se demuestre su culpabilidad en un delito. Esto último ya será trabajo del Poder Judicial, y no del Congreso o el gobierno, más bien llamados a abstenerse.