Nada ha cambiado en Cantagallo. Como telarañas de cobre, las ramificaciones de cables de luz aún cuelgan alrededor del terreno. Las cocinas a leña todavía se encienden sobre el suelo, a centímetros de las casas de plástico y madera. Como ocurría antes del incendio del 4 de noviembre, el agua aún sale de apenas dos caños, solo por horas, mientras los niños caminan descalzos sorteando el excremento y la basura.
Ha pasado un mes desde el incendio que devoró más de 450 casas y se llevó la vida de un niño, y el proceso de reubicación de las familias aún no tiene fecha ni lugar definidos. Los habitantes de Cantagallo aún despiertan, cada mañana, sobre un terreno irregular, escalonado como andenes de barro y desperdicios, levantado sobre un relleno sanitario, donde en cualquier momento podría repetirse la tragedia.
-Éxodo en reversa-
Rolly es un joven pintor. Nació hace 23 años en la comunidad El Porvenir, en Ucayali. Tiene la piel seca por el sol y los ojos húmedos por las horas frente al lienzo. Como él, la comunidad shipiba de Cantagallo llegó hace 16 años, principalmente por necesidad. Dejó los verdosos ríos de la selva por el sonido del río Rímac y, junto a todas sus costumbres, trató de adaptarse a la caótica capital.
La noche del incendio, Raymundo descansaba en su taller cuando escuchó “¡fuego!”. En solo horas, las llamas destruyeron sus caballetes y óleos que daban vida a sus obras, y todo el mobiliario de su vivienda. “Esta era la Casa Cultural para todos los habitantes”, lamenta Raymundo, quien ahora usa el antebrazo como paleta y tablas improvisadas como soporte para pintar.
Después del incendio, Raymundo fue con sus hermanos y sobrinos a recibir la ayuda en el albergue temporal de Martinette, pero hace pocos días decidió regresar, junto a los inquilinos del predio que ocupaba, “por miedo a perder la posesión” de su tierra.
Como él, otras decenas de familias están retornando a Cantagallo, además, por la cercanía con sus negocios, los servicios sociales y transporte, a costa del riesgo que representa vivir en este terreno.
Todos ahí, desde el profesor del único colegio de la zona hasta las cocineras del comedor popular, afirman que el municipio de Lima nunca les tendió la mano tras la tragedia.
-Reubicación en cero-
“No es que el avance de la reubicación sea lento, sino que no existe”, dice Raymundo Fasabi, un miembro del comité de la comunidad Acushikolm. Este hombre, al parecer, tiene razón. A mediados de noviembre se informó que la reubicación de la comunidad shipiba estaría en manos del Ministerio de Vivienda. Esta entidad dijo que evaluaría varios terrenos que podrían servir para las familias damnificadas.
Supuestamente, las propuestas iban a ser analizadas por técnicos a fin de verificar si reúnen las condiciones, de la mano con el Centro de Investigaciones Sísmicas y Mitigación de Desastres (Cismid).
Sin embargo, cuando la esperanza se asomaba para esta comunidad, el jueves pasado esta entidad admitió que el supuesto convenio con el ministerio no pasó de una conversación.
“Recién se está coordinando, pero no hay ningún acuerdo. Nosotros estamos esperando, prestos a ayudar, pero no hay nada formal”, dijo el ingeniero Zenón Aguilar, del Cismid. En tanto, la Municipalidad de Lima recalcó que el proceso de reubicación está en manos del Ministerio de Vivienda.