Desde hace 500 años la minería es una actividad fundamental del Perú, que siempre encontró solución a los problemas técnicos. En el siglo XVI se refinaba la plata fundiendo el material y obteniendo el metal por flotación. Pero, luego de 1570, comenzó a aplicarse la amalgama con mercurio en patio, inventada en España por Bartolomé de Medina, que permitió recuperar mayor cantidad de metal precioso, convirtiendo en rentables más yacimientos.
En el siglo XVIII, los borbones, buscando elevar la productividad de las minas peruanas, en las que no se había introducido otro avance técnico, enviaron una misión de sabios al mando del barón Nordenflicht que, tras visitar Potosí y el Perú, propuso un nuevo método de amalgama en barriles, pero también reformas administrativas que no fueron aceptadas en el Perú, por lo que la misión fracasó.
Y cuando en 1776 Carlos III entregó la región del Alto Perú y sus minas del Potosí al recién creado Virreinato del Río de la Plata, la economía del Perú se contrajo. Mas respondió con el descubrimiento de la mina de Hualgayoc, en Cajamarca, y así compensó la pérdida de la riqueza potosina.
Pero un nuevo problema se presentó. Las minas de Cerro de Pasco se inundaban al explotarse a mayor profundidad, por lo que muchas fueron abandonadas. Entre 1780 y 1881, se construyeron socavones para desaguarlas, pero estos solo funcionaron un tiempo hasta que la explotación se hizo más profunda.
En ese momento, dos ricos limeños, Pedro de Abadía y José de Arizmendi, decidieron explorar la nueva tecnología del vapor que estaba revolucionando la minería inglesa en la región de Cornwall. Enviaron a Inglaterra al relojero suizo Uvillé y, tras años y peripecias, las primeras nueve máquinas de vapor del Perú y América fueron recibidas con salvas de cañón en el Callao, en enero de 1815. Cuatro para desaguar, cuatro para extraer metales y una para acuñar monedas. Y para 1820, la producción de plata de la región había crecido en 350%. El Perú estaba a la vanguardia de la tecnología.
Pero, casi de inmediato, la campaña independentista destruyó los planes de Abadía y Arizmendi. En 1823, el general realista Lóriga destruyó las máquinas de vapor en venganza por haberse pasado aquellos al bando patriota.
Las décadas posteriores a la independencia fueron las peores en términos de producción minera, por las guerras –Confederación Perú-Boliviana, Guerra del Pacífico– y también por la rentabilidad inmediata y fácil extracción del guano. Pero la terminación del tren minero a La Oroya y Cerro de Pasco atrajo más inversionistas que, poco a poco, introdujeron la técnica de la lixiviación. Y el siglo XX incorporó como requisito el cuidado del medio ambiente con la aplicación de tecnologías ecológicamente responsables.
Ahora el problema no está dentro de la mina. Los nuevos obstáculos son comunales e ideológicos. Bajo múltiples argumentos se discute, en el fondo, si el Perú debe o no ser minero. Sin embargo, 500 años y la realidad geográfica no se eluden con un discurso. Equivaldría a pedir que Panamá cierre su canal, Venezuela renuncie al petróleo y Argentina al trigo. ¿Es eso racional?