(Ilustración: Víctor Aguilar/ El Comercio)
(Ilustración: Víctor Aguilar/ El Comercio)
Redacción EC

En 1900 había un solo automóvil en el Perú, pero no en Lima sino en la hacienda Tarica en Áncash, a más de 4.200 metros de altura. Era un Gardner Serpollet traído por el minero Arturo Wertheman. Recién un par de años después, el doctor Ricardo L. Flórez importó el primer auto que circuló por la capital.

Flórez le contó a El Comercio que lo pensó una y otra vez hasta que finalmente después de varias semanas abrió las rejas de su casa, en la calle de Mariquitas, y una mañana de 1903, cuya fecha no pudo precisar, encendió por primera vez el caldero y cuando obtuvo el vapor necesario, trepó al vehículo y se dejó llevar.

El ‘Locomobile’ tronó a las 5 de la mañana por las calles de piedra rumbo al Paseo Colón, seguido por barrenderos y curiosos. Poco a poco, los vecinos se fueron despertando por ese extraño rugido y por el incesante ladrido de perros que empezaron a perseguir el curioso invento.

Una vez en el Paseo Colón, Flórez se dirigió rumbo a la Alameda de los Descalzos. En total, repitió el camino cuatro veces, no porque le gustara la ruta sino porque el manual con el que había llegado el carro no decía cómo diablos apagarlo. Así, su último recurso fue esperar que se terminara el vapor.

Y en eso estaba cuando a unos metros del puente de fierro, viajando de la calle de Palacio a la Plazuela de Desamparados, se dio cuenta de que la vía estaba ocupada por dos tranvías de caballos. Ante el inminente choque, tiró con fuerza la palanca y logró detener el auto, pero la pendiente de la calle lo traicionó y lo hizo retroceder hasta estrellarse contra una pastelería.

Flórez terminó cubierto de pan baguettes y rosquillas y, según contaron los testigos, lo primero que dijo al bajar fue: “Yo lo pago”.
Aquella primera aventura le costó 90 soles y sería el preámbulo de la mala relación que persigue a los limeños con los autos.

-Temores en 1904-
“En la mañana, desde las primeras horas, se oye el ruido ensordecedor de las máquinas de los señores ‘Chauffeurs’; todo el día respiramos su olor nauseabundo [...]. Lo peor del caso es que los que cometen alguna falta con sus automóviles difícilmente pueden caer en manos de la policía, a causa de la misma velocidad con que van; y, así, se ha visto no ha mucho que, para capturar a uno de esos contraventores de las ordenanzas municipales, fue necesario perseguirlo, en bicicleta por 66 cuadras, y se le pudo atrapar debido solo a que quien se impuso esa tarea era un miembro de la policía que había ganado los primeros premios en un match de ciclistas”.

10 de enero de 1904 en El Comercio.

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