Redacción EC

RUDY JORDÁN ESPEJO

A la tercera iglesia yo ya estaba fusilado. Sudaba como una ducha y mi cabeza hervía como una olla a presión bajo los flamígeros rayos de sol del mediodía. Había llegado a la entrada del Santuario de Nuestra Señora de la Soledad y empezaba a maldecir la quijotesca idea de recorrer siete, siete, ¡siete! templos atiborrados de fieles que – rosario, estampita o ramos de olivo en mano– transitaban por las calles del Centro de Lima. 

Con un dolor de cabeza que me daba campanazos en las sienes, la santa tarea  de se había convertido en un , una tortura, un milagro que solo podía ser obrado por alguien con buen físico y una fe a prueba de balas. Alguien como doña Luz Aguilar. Pese a sus años y a que acababa de visitar la quinta iglesia de la mañana, aún lucía fresca como una chiquilla.

–¿Hace cuánto hace el recorrido?
–Ufff, hace muchos años. Ya es una tradición de toda mi familia venir a recorrer iglesias todos los años.

Para ella y los suyos, el recorrido de las siete iglesias no es problema, pues cada cambian de ruta: algunas veces van al Rímac, otras a Barrios Altos, otras al centro de Lima.

–¿No están cansadas?–le preguntó ahora a Aurora, otra de las caminantes que acompaña a doña Luz.
–Estamos tranquilas, porque venimos en grupo. Una termina reconfortada después de haber hecho el recorrido en familia, en la última iglesia terminamos escuchando misa.

Nuestra Señora de La Buena Muerte
Los templos del Centro de Lima y Barrios Altos llaman la atención no solo por su arquitectura colonial, sus impresionantes Cristos, vírgenes y santos, sino también por sus peculiarísimos nombres: Nuestra Señora de La Buena Muerte es sin duda el más perturbador.

Ubicada entre los jirones Áncash y Paruro, esta capilla fue construida entre 1740 y 1749 por los padres Camilos: unos misioneros italianos que se hicieron conocidos por darle los santos óleos a enfermos y moribundos de la época.  Su encomiable labor hizo que rápidamente se ganasen el apelativo de padres de la Buena Muerte.

Luego de recibir un sinnúmero de empujones y dar involuntarios pisotones a miles de feligreses, llegamos a la última parada en la Catedral de Lima. Allí, el cardenal Juan Luis Cipriani terminaba de dar una eucaristía multitudinaria. Al terminar, la autoridad eclesiástica y un numeroso séquito de religiosos se retiraron entre aplausos y fotos.

Cuando estaba en la mitad del camino juré que no volvería a hacer nunca más el recorrido de las siete iglesias. Ahora no lo sé.  Acabé molido pero reconfortado, hambriento, pero saciado. Y hasta envidié en secreto la fe de Doña Luz y su familia. Quizás el próximo año me anime a acompañarlos en iglesias de otros barrios, quizás me motive la curiosidad o simplemente la certeza de que todos tenemos culpas que purgar.

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