La resistencia de los libros en el jirón Quilca
La resistencia de los libros en el jirón Quilca
Redacción EC

NELLY LUNA AMANCIO

Leer un libro viejo es viajar dos veces: recorres con él extensas y desconocidas regiones, pero también los hitos de la vida de su anterior lector: la posibilidad de hallar entre sus páginas un amarillento boleto de viaje en ómnibus, la dedicatoria a un personaje para el olvido, esa página que se dobló para ser recordada y que tú ignoras y desdoblas para empezar sin distracciones tu propia historia, y tal vez (con algo de suerte) una descolorida foto. Un libro viejo guarda eso que uno nuevo aún no tiene: el aura de un tiempo, la trajinada vida de alguien más. Los libreros del bulevar de la cultura del condensan hace 16 años ese doble mundo.

Las tres primeras cuadras de este jirón del son el refugio de la contracultura capitalina. Aquí apareció  en 1997 El Averno y meses después, en una playa abandonada, luego de ser desalojados por la Municipalidad de Lima, se ubicaron los 60 libreros que antes ocupaban los alrededores de la plaza San Martín. Fue una feliz coincidencia: alrededor de Quilca se articuló un corredor cultural crítico y alternativo.

No existe universitario en Lima que no haya alimentado en estos pasadizos su biblioteca personal con esas inacabables ediciones azules de la Biblioteca Peruana de Peisa, los Populibros (la colección de bolsillo que impulsó Manuel Scorza) o algún ejemplar de la colección básica Salvat. Todos tenemos en casa al menos uno. Todos en Quilca guardan al menos 100. Pero el bulevar, hijo auténtico de Lima, heredó de esta su improvisación: durante 16 años alquiló el espacio al y ahora este les pide que abandonen el lugar porque allí –aires de estos tiempos– se construirá un centro comercial.

HISTORIA ERRANTE
En la primera mitad de los años 70 Vicente Martínez dejó su trabajo en una joyería, tomó dos cajas de cartón, puso en ellas libros y comenzó a venderlos en la Colmena. Pasó después a la plaza San Martín y luego al bulevar. Él, que de joyero no leía nada, comenzó a leer todo lo que llegara a sus manos. “Con este negocio he educado a mis hijos y levantado mi familia”. Don Vicente reposa en su ecléctico stand: los manuales de autoayuda comparten espacio con grandes novelas clásicas, la saga “Crepúsculo” reposa al lado de antologías de poesía y las novedades literarias acompañan las tapas de los libros de cocina.

No solo hay libros viejos hoy en el bulevar de Quilca. Las novedades literarias  y ‘best sellers’ se venden aquí por unos soles menos. Y algunos libreros traen de sus viajes al extranjero textos que aún no llegan a las grandes librerías. El azar define la compra: el lector no siempre va por un libro específico, o tal vez sí, pero queda atrapado por estos repletos stands con la esperanza de encontrar ese tomo de “Contra viento y marea” que le falta, algún ejemplar de“Historia de un deicidio” por un precio no tan exagerado, o quizá la primera edición de “Travesía de Extramares”, de Martín Adán, o un libro de José María Arguedas autografiado. El fetichismo tiene aquí su escuela.

La historia de los libreros del bulevar tiene episodios errantes: antes de 1997 vendían libros en la calle, pero ese año una ordenanza municipal los obligó a formalizarse. Se organizaron y alquilaron este espacio, propiedad del Arzobispado de Lima. Firmaron un contrato y  lo alquilaron. Desde entonces el  trato se renovó todos los años, hasta el 2008. “Ese año nos dijeron que el contrato ya no se renovaría. Continuamos pagando el alquiler hasta noviembre del año pasado, cuando recibimos el pedido de desalojo y ahora estamos en un proceso de conciliación”, dice Pedro Ponce, representante de los libreros de Quilca. “El año pasado nos avisaron que el arzobispado tiene proyectado construir  aquí un estacionamiento subterráneo, locales comerciales y departamentos en los últimos pisos, pero nosotros no formamos parte de ese proyecto”, explica.

Vicente Martínez recuerda que este lugar era una playa olvidada, y que con la inauguración del bulevar las tiendas de libros comenzaron a instalarse en los alrededores. “Generamos un cambio”, apunta uno de los libreros fundadores.

TOCANDO PUERTAS
Un librero es el alma de una librería. Lejos de esas grandes cadenas que venden textos como quien oferta un jabón, en Quilca –dice Gabriel Ruiz, librero de Selecta Librería y crítico literario–  el librero quiere debatir con el lector. “Nosotros le decimos nuestra opinión sobre la obra por la que él está preguntando”. Aquí el cliente no siempre tiene la razón. La demanda no siempre dicta la oferta. Librería Rocinante, de Pedro Ponce, tenía hasta hace poco un cartel que era a la vez una declaración de principios y un manifiesto contra el mercado: “Aquí no se venden libros de Paulo Coelho”.

Es probable que uno de los actos más rebeldes de estos tiempos de objetos desechables lo constituya la compra de un libro, y aun más, un libro viejo. Mientras la tecnología avasalla y obliga a muchos a desechar con aterradora velocidad los equipos que aún sirven, millones de lectores continúan comprando libros, libros viejos. Toda ciudad tiene un espacio para ellos: el de Lima es Quilca.

Acorralados por los días, los libreros han tocado varias puertas, pero nadie los escucha aún. Dicen que les gustaría participar económicamente en el proyecto del arzobispado o, por lo menos, tener más tiempo para hallar otro lugar. Siempre en el Centro de Lima, siempre juntos. “Dividirnos sería nuestro fracaso”, advierte Pedro Ponce.

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