"Santa Lima", por Gonzalo Torres del Pino
"Santa Lima", por Gonzalo Torres del Pino

Lima no es cucufata, pero siempre ha tenido un apego por la religión. Es sintomático que el Centro Histórico de Lima tenga tantas iglesias a su alrededor y, para mí, se explica porque en una ciudad, capital de virreinato, corrupta por los cuatro costados gracias a la explotación del oro y la plata, la Iglesia encontró el lugar perfecto para morigerar la culpa del hombre. Se nutrió de esa necesidad de ganarse el más allá sabiendo que se ha hecho el mal acá.

Ese legado de iglesias en Lima es un bien que hay que potenciar en nuestra ciudad: ninguna capital de América del Sur puede preciarse de tener tantas en tan poco espacio y con tantas maravillas, además. Un valor agregado que no se está aprovechando lo suficiente. Hay algunas que por defecto lo vienen haciendo como San Francisco y su posicionamiento con las catacumbas, la Catedral y el arzobispado, Santo Domingo con su claustro y su torre. Y ahí, más o menos, paremos de contar. San Pedro y La Merced son las siguientes, pero no tienen una estructura de guiado o museística per se y eso es fundamental si se quiere aprovechar para el futuro el tema del turismo eclesial. Luego están Santa Rosa y su evidente relación con la santa, luego San Agustín, que siempre está a punto de abrir su sorprendente claustro e interiores, pero le falta.

Ajenas al circuito están Los Descalzos en el Rímac, una verdadera joya, rival de las que están en el centro pero poco promocionada; ahí nomás del centro está la iglesia o capilla del Puente, que más parece una iglesia barroca de los Andes por la profusión de sus pinturas murales; San Marcelo, una bella iglesia que silenciosamente se puso en valor a través de los años, y las iglesias que se encuentran en Barrios Altos como Cocharcas, Santa Ana o La Buena Muerte, con joyas que hasta hoy se esconden. Ni qué decir de los monasterios que pueden abrir parte de su patrimonio al público.

Vitruvio, ese tratadista de la arquitectura en épocas romanas, dice que todo edificio tiene dos componentes: la propia construcción y una idea que el arquitecto trató de expresar con la misma, es decir, estructura y propósito. En las construcciones religiosas esto se hace más evidente aún, pues estos dos aspectos se extreman y más precisamente se vuelven manifestaciones de un período de tiempo específico. Eso sucede en las iglesias de Lima que habiendo nacido en épocas renacentistas se afianzan, barrocas, tras los cataclismos y comienzan a escribirse como textos para ser leídos en los tiempos venideros. Cada iglesia nos habla de una élite que buscaba perennizarse a través de la donación de arte y de sus enterramientos; de las cofradías de artesanos y sus capillas; de las parroquias de indios con su énfasis en el sufrimiento. Todas son un período de tiempo que, sin embargo, también se han ido adecuando a las épocas y hoy les toca, en su medida, servir de referencia para enseñar y ser mostradas a propios y extraños.

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