El domingo pasado fue el Día de Todos los Santos según el calendario católico. Un día que marca la celebración de todos los difuntos que ya gozan de la vida en presencia de Dios. Es por eso un día tradicional para visitar a los familiares en el cementerio y así, rezándoles, trasciendan hasta ese “lugar de santidad” o, desde ahí, lo colmen a uno de bendiciones.
En nuestra Lima moderna y en los sectores de clase media para arriba, la muerte se nos ha vuelto aséptica: mientras menos sea parte de nuestras vidas, mejor. Por eso, la cremación es tan popular hoy día en comparación con épocas pasadas (además, ya no es un anatema para la Iglesia). Queremos desaparecer la experiencia de la muerte en nuestras vidas.
En la Lima (y en el mundo) de siglos pasados, la muerte era una parte sustancial de la experiencia de vivir. Era, si se quiere, el fin mismo de la vida. Uno vivía para bien morir y, en ese sentido, el hombre se preparaba a ser enterrado en las iglesias con el hábito de la orden de su afinidad. Las pompas fúnebres podían durar días y el luto se usaba por meses (¿alguien viste de luto hoy?).
El limeño del siglo XIX y principios del siglo XX vivía con cercanía a la muerte. Recordemos la Guerra del Pacífico, pero también las enfermedades, las pestes, las epidemias, la mala salubridad pública y el poco avance científico en la medicina y la prevención. Morían hombres, mujeres y niños, sobre todo niños. Era común que una pareja de recién casados tuviera una gran prole de la cual se moría un tercio en los primeros cinco años. Cuando un niño se moría no se daba el pésame sino una felicitación, porque un angelito se ganaba para el cielo. Era una almita impoluta que se iba directo al cielo y que de allí iba a interceder por su familia. Era común la fotografía post mórtem: impresiones del niño o el adulto recién muerto, a veces en compañía de sus seres queridos o de sus amas, sin tristeza y más bien con serenidad. Había fotógrafos que se especializaban en dichas fotos con parafernalias simbólicas para la foto, como hojas secas o elementos como apoyacabezas, por ejemplo. Hoy nos puede parecer morboso, pero era parte normal del entorno cultural de la época.
Otra cosa ocurre en los cementerios populares de Lima, donde el difunto tiene su última morada, literalmente, pues la mayoría de tumbas cuenta con pequeñas casitas de techo a dos aguas. Lo curioso es el hecho mismo de la convivencia con el muerto: se le canta, se le baila, se comparten los alimentos con él o ella cada 1 de noviembre. Se mantienen vivos, pues la muerte es un estado más de la existencia. Hay elementos de sincretismo con las creencias andinas pero también una comunión con el pasado prehispánico, aquel que veneraba a sus mallquis que permanecían junto a su propia panaca como el tronco que los unía y que les daba la razón de ser. La familia existe porque el antepasado hizo esto o lo otro y lo seguirá haciendo si se le canta, se le honra y se le baila.