Resulta que, según un estudio, la mitad de los que habitan la capital peruana prefiere a los gobernantes que roben, pero que hagan obras. Y eso, a otra parte de la población le ha generado sorpresa. Sí, sorpresa, conmoción, pasmo. Para notarlo solo basta darse una vuelta por ese muro gratuito de lamentos e indignación en el que se han convertido las redes sociales.
No obstante, lo normal es que lo que nos genere sorpresa sea lo novedoso, lo inusitado. Es decir, desconcertará que un hombre muerda a un perro, no que un perro muerda a un hombre; esto último es lo usual. Ahora, que alguien se ponga sincero y diga que sí, que optar por una gestión que robe pero que haga obra es un fenómeno nuevo en la ciudad, pongamos, en los últimos 30 años. La respuesta será que no.
Han salido distintos ejemplos, tras la emisión de la encuesta de Datum, que dejan más clara esta insensatez. Aceptar que un candidato robe pero que haga obra, hemos leído por ahí, es como que una mujer acepte los golpes de su esposo solo porque este le da dinero para la comida. O tolerar que el profesor de tu hijo le pegue porque así aprende mejor. Y mientras seguimos disparando ejemplos nos damos cuenta de que, para seguir con los que ya hemos mencionado, la violencia familiar es pan de cada día en nuestra sociedad y que “la letra con sangre entra” es aún un recurso pedagógico aceptable para varios padres de familia. Esto, tanto en el colegio como en casa.
Es decir, así nos duela o nos frustre, los números del “roba pero hace obras” no debieron extrañarnos. Son una manifestación más de que algo anda mal en nuestra ciudad y en el país. Pero enfoquémonos en Lima, eje de esta columna.
El “roba pero hace obra” es popularmente aceptado en el mismo lugar donde ha habido 14.000 denuncias de violencia familiar, la capital del país donde, entre enero y agosto de este año, hubo al menos 66 feminicidios. El “roba pero hace obras” le ha ganado al ideal y lejano “es honesto y trabaja” en la misma ciudad donde los vecinos esperan una amnistía para no pagar deudas por arbitrios, donde los alcaldes lanzan estas indulgencias tributarias con fines electorales.
Donde se mantienen las diez ‘luquitas’ de coima para el policía, donde hay miles de policías que aceptan esa coima o exigen más. Donde es común echar mano de un primo, un vecino o un colega para conseguir una rebaja de precio, acelerar un procedimiento legal o hacerse de un puesto de trabajo.
Le ha ganado en la ciudad en la que los que aspiran a ser autoridades, aún candidatos, confunden mitín con kermesses y regalan refrigeradoras y ollas arroceras. Es decir, creen que nosotros, los ciudadanos, condicionamos nuestros votos con dádivas. Lo peor es que muchas veces es cierto.
¿Soluciones? La esencial y en la que coincidirá todo académico se resume en una sola palabra: educación. Los resultados se verán dentro de muchas generaciones. Y es aquí donde recuerdo que, muchos años atrás, confiaba en que mi generación sería la que acabaría con estas plagas. No obstante, muchos de los limeños de 25 a 40 años esperan amnistías para evitar pagar arbitrios, tienen su billete de diez soles para pagar al policía corrupto, son policías corruptos y usan la ‘vara’ para esquivar concursos y conseguir la ‘chamba’ soñada.