La cola de una cuadra de distancia sugería que al día siguiente iban a prohibir las compras. Son poco más de las nueve de la mañana en el Makro de Plaza Norte y familias enteras hacen fila en la puerta del establecimiento cogiendo su carrito de supermercado y con la otra a su hijo. La espera y el calor los hace desesperar: los que están primero recriminan al personal de seguridad que lucha por contenerlos y reclaman que por qué habían restringido el acceso, que ni en Navidad o Año Nuevo habían pasado por algo así, y que por cada minuto que pasaba perdían la oportunidad de comprar papel higiénico, jabón, gel o cualquier cosa que se les parezca.
Lo único que diferencia este jueves al de la semana pasada es que en el país aún no se había confirmado un caso de coronavirus y menos la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo había catalogado como una pandemia. Y por más esfuerzos del gobierno por recomendar evadir la aglomeración de gente, a esta hora en este centro comercial de Independencia las personas ya superaban el centenar solo en la playa de estacionamiento.
“Usted no entiende lo que está pasando. Estoy aquí desde las 7 de la mañana y no es posible que no me dejen ingresar”, se le escucha a una señora. “Entienda, por favor, que todos van a ingresar, pero hay que esperar que los que están adentro salgan”, respondía el vigilante. Detrás de él, se leía un comunicado que se había colocado en la puerta que, más que nada, les pedía paciencia a sus clientes: les aseguraban que iban a ingresar pero que sería de manera paulatina y respetando el aforo máximo. Poco sirvió.
“Permiso, señor, permiso, ¿no ve que estoy pasando?” No se ven cabezas saliendo de la tienda, sino torres de papel higiénico y toallas. ¿Por qué compra tanto papel?, se le preguntó a uno de los visitantes. “Leí que la mejor manera de prevenir este virus es lavarse las manos, entonces, ¿con qué me voy a secar?”, respondía el comprador mientras se abría paso apurado con lo que había conseguido. Llevaba, como era de suponer: papel higiénico, gel, jabones y lejía. ¿No cree que está exagerando?, se le dijo. “Sí, pero si después no encuentro nada, ¿qué voy a hacer? ¿Qué le voy a decir a mi familia, a ver? ¿Qué les voy a decir?"
En el Makro de la Av. Faucett ya no había espacio para hacer más cola. Los clientes, algunos de ellos con mascarillas, exigían que los dejaran ingresar. El ambiente se exasperó cuando salió uno de los compradores avisando que ya se había acabado la avena, el azúcar y las botellas de agua. El personal de seguridad dividía sus funciones entre intentar poner orden y, por otro lado, evitar que los periodistas registren el alboroto. Mientras tanto, los taxistas aprovechaban en llamar a la mayor cantidad de pasajeros posibles a sus minivans. Los vehículos salían abarrotados de productos.
“¡Señores, por favor, les pido paciencia!”. Uno de los vigilantes anunciaba que ya estaban por abrir las puertas del supermercado porque el grupo que ingresó antes que ellos ya se estaba retirando. Mientras levantaba sus brazos, se notaba que llevaba una botella de alcohol medicinal en uno de sus bolsillos. Cuando por fin se permitió el acceso, la cola se convirtió en una carrera por quién llegaba primero a la sección de limpieza. La sorpresa, sin embargo, se dio cuando llegaron a la meta: anaqueles vacíos que dejaban la idea que en algún momento de la mañana ahí se vendían papeles higiénicos, toallas y jabones.
Los clientes optaron por recorrer los pasillos en búsqueda de cualquier otro producto que reemplace lo que, en principio, buscaban. Por supuesto hubo algunos que mantenían la calma, que entendían que mayor cantidad de papel higiénico y jabones no significaba la salvación para el coronavirus, pero preferían llevarse un par de paquetes a casa a manera de “precaución”. Desde los parlantes, los vendedores anunciaban que pronto iban a reponer lo que se había acabado y así calmar los oídos de sus impacientes compradores.
En el Tottus de la Av. La Marina había menos gente pero las ansias por comprar eran las mismas. Y a diferencia de los otros lugares, aquí lo que faltaba era carne de res y de chancho. Anaqueles de por lo menos dos metros de altura lucían vacíos. Los agentes de seguridad trataban de evitar que los visitantes tomaran fotos a pero era inevitable. Por cada uno de ellos habían cinco clientes que sacaban su equipo celular y grababan el espectáculo que tenían delante de sus ojos.
Todo esto ocurría a pesar de que esa misma mañana la ministra de Salud, Elizabeth Hinostroza, recalcara en televisión nacional el bajo índice de mortalidad que genera el coronavirus y sugería a los peruanos no comprar como si estuviéramos en tiempos de guerra.
“Estamos preocupados por si llega el desabastecimiento", dijo una de las compradoras que tenía su carrito repleto de papeles higiénicos y demás utensilios de limpieza, pese a que en el transcurso del día no se reportó ninguna alerta de este tipo por parte de una entidad autorizada.
Psicólogos consultados por este Diario relacionan estas compras compulsivas con el deseo de sentir, de alguna manera, que uno tiene la situación bajo control sin importar la histeria que fomente.
El diagnóstico se repetía en el Plaza Vea del Jockey Plaza: mujeres y hombres con niños visitaban primero el lugar de los papeles higiénicos y toallas. La justificación, al igual que en Makro y Tottus: asegurar la mayor cantidad de víveres. La ansiedad se había democratizado en esta ciudad de ocho millones de habitantes cuando el coronavirus, al cierre de esta nota, solo reportaba 22 personas infectadas en todo el país.
En el mercado de Magdalena no habían colas pero sí rostros de vendedores sorprendidos. Una que vendía abarrotes y víveres, quien también se quedó antes del mediodía con poco papel higiénico y toallas para la venta, nos contó: “Hay mucha exageración de la gente y en lugar de tranquilizarse (con esta manera de comprar), se asustan”. Luego de eso, nos dijo que ya llamó a su abastecedor para que tenga lista su mercadería para mañana. Empieza el fin de semana y sus caseros tendrán más tiempo para comprar lo que ellos, o sus temores, necesitan.
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