La llamaremos Tania. Tiene 19 años, está en sexto ciclo de la universidad y hace 28 días sintió que no podía más. Antes de la pandemia de COVID-19 era una joven sociable, expresiva, aplicada y de pronto no podía tocar nada sin bañarse antes, se veía las manos rojas de tanto restregarlas con jabón y alcohol; el contacto físico era imposible y el miedo a salir la paralizaba. Sus notas bajaron, solo prender la computadora suponía una tarea dolorosa y empezó a sentir que no había nadie en el mundo que comprendiera que todo estaba fuera de su control.
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Habló con dos psicólogas, una psiquiatra e incluso con amigas y se sintió aún más sola. No lo hacía a propósito, ya no podía relacionarse con nadie. Pensaba en su vida pasada, en la pena de haber sido –en sus palabras– “una universitaria pilas” y que ahora no podía expresarse ni concentrarse en lo más mínimo. Le hablaron de trastorno obsesivo compulsivo, de depresión, de ansiedad y se preguntó si ahora ella solo era eso.
Asustada de sí misma, el sábado 31 de octubre cogió varias pastillas y las tomó de golpe. No sabe cómo despertó el domingo rodeada por su familia. De eso no recuerda casi nada, solo la voz de su hermana diciéndole que nunca la juzgaría. Se aferra al abrazo que se dieron y cuenta esto, con dolor, porque hay una parte dentro de ella que sabe que nada es su culpa.
Valeria Coca, de octavo ciclo de Ciencias de la Comunicación, ya ha controlado la vergüenza al decir que tuvo episodios de ansiedad desde que empezó la pandemia. Perdió las ganas de comer, de estudiar, de hablar con otros. Si en los días solo quería dormir, por las noches los peores escenarios se repetían en su cabeza. Le faltaba el aire, se le bajaba la presión y lloraba sin razón aparente.
Claudio, que tiene diagnóstico del espectro autista, dice que los últimos seis años de terapia le habían permitido adaptarse en ambientes sociales. Con el encierro y las clases virtuales volvió a experimentar ansiedad, estrés y depresión. Tenía migrañas, taquicardia, dolor físico mientras se preguntaba si valía la pena pagar para estudiar así, para no aprender.
Sebastián Vargas habla de irritabilidad, incapacidad para expresarse, subida abrupta de peso. César, de un estrés que no lo dejaba dormir y lo hizo aislarse hasta de sus amigos más cercanos. Marisol Alvarado y Camila Craig también sintieron que sus condiciones de salud mental se agravaron tras el encierro por la pandemia.
Se sienten solos, excluidos y, aunque varios ya siguen terapia, con la persistente idea de que tal vez sean los únicos pasando por algo similar.
En números
El encierro obligatorio y la limitación de espacios para socializar han sido detonantes de episodios de estrés, ansiedad o han agudizado trastornos como la depresión. Un estudio realizado por el Consorcio de Universidades (PUCP, UP, U. de Lima) con la participación de 7.712 estudiantes lo pone en números: solo en sintomatología severa y extremadamente severa el estrés, ansiedad y depresión llegan al 32%, 39% y 39%, respectivamente. Además, el 19,1% de estudiantes dijo que ha pensado en el suicidio, el 6,3% ha planeado quitarse la vida y el 7,9% lo intentó efectivamente.
Mónica Cassaretto, doctora en psicología de la PUCP y una de las autoras del estudio, explica que si bien toda la población ha tenido distintos niveles de afectación a su salud mental, los estudiantes ya enfrentaban retos adicionales de estrés y ansiedad. “Las universidades generan altos montos de estrés académico. La mayoría de estudiantes son adolescentes tardíos o adultos emergentes en pleno desarrollo en el que las relaciones interpersonales con los pares son fundamentales”, indica a este Diario.
A esto se sumó que de pronto varios tuvieron que enfrentar pérdidas, asumir roles económicos y ser nuevos soportes en su familia. De hecho, más de la mitad de participantes tuvieron familiares que se contagiaron de COVID-19, el 20% había perdido uno o más familiares a causa de este virus, el 9% había sido diagnosticado con esta enfermedad y el 46% reportó que tenía mucho o demasiado miedo a contagiarse.
Los hallazgos también evidenciaron altos niveles de malestar físico al que no siempre se le presta atención. “Hay una gran presencia de somatización, síntomas físicos que no necesariamente están relacionados a una enfermedad grave sino que reflejan problemas de estrés y ansiedad” indica Cassaretto.
Los dolores de cabeza, musculares, fatiga, dificultades para dormir u otros pueden ser el punto de partida para preguntarnos si estamos bien mental y emocionalmente.
Abordaje integral
Cecilia Chau Pérez Araníbar, doctora en psicología de la PUCP y otra de las autoras, explica que este estudio, publicado el 8 de noviembre con base en una encuesta realizada entre agosto y setiembre del 2020, busca contar con evidencia que permita a las universidades abordar los nuevos escenarios.
“Se va a necesitar una adaptación gradual al retorno. Se necesitan más trabajos de prevención y evaluar que quienes tengan ya diagnósticos puedan mantenerse en casa todavía si lo desean. [Volver a socializar] para algunos es más difícil”, insiste.
Lo que ha evidenciado el Consorcio de Universidades no es ajeno a la realidad de otras casas de estudio. Janeth Lazo, jefa del Centro de Salud Mental Comunitario Universitario de San Marcos, por ejemplo, explica que ahí la pandemia ha incrementado en 25% los diagnósticos de trastornos ansiosos depresivos. “En esta edad entra a tallar mucho la aceptación social y empieza a surgir ansiedades por el peso, el aspecto, surge el temor de que los vean luego de haber estado encerrados tanto tiempo”, agrega.
¿Cómo atender esta situación? Chau enfatiza que se debe plantear la salud mental como parte de la salud integral en la que influyen aspectos externos. “Es una construcción social y por eso se requiere que se hable del tema y se respete a la persona que tiene un problema. Todo es tratable”, enfatiza.
En este camino, la visibilización es relevante. Caro Díaz, periodista, activista de salud mental y creadora del proyecto Más que Bipolar, sostiene que el camino no es fácil, pero puede contribuir a acabar con los estereotipos. “Tenía miedo de que no me quieran contratar si decía mi diagnóstico, el estigma es fuerte, pero también hay autoestigma porque asumimos que la gente te va a rechazar. Mi vida después de hablar ha sido mucho mejor que fingiendo que no tenía nada”, dice.
Todos los jóvenes que hablaron en esta nota, y aquellos que contaron sus testimonios de forma anónima, coinciden en que el miedo a que nadie te entienda impide buscar ayuda. Que las consultas cuesten más que sus posibilidades y haberse topado con docentes sin empatía tampoco suman. De ahí que la tarea de enfrentar este problema involucre a todos.
Los ataques a la Sunedu también generan ansiedad en los jóvenes.
Mientras muchos jóvenes intentan lidiar con la ansiedad y el estrés por una educación virtual que no les brinda las suficientes herramientas para desarrollarse profesionalmente, las constantes presiones políticas para retroceder en la reforma de la educación superior afianzan las dudas por el futuro.
Paul Neira, educador y director general de The Learning Factor, sostiene que desde el Congreso y el Ejecutivo contribuyen al ambiente incierto.
Hace unos días, el congresista Esdras Medina, de Renovación Popular, presentó un proyecto de ley que le quitaría autonomía y rectoría a la Sunedu sobre el sistema universitario del país. A esto se suma el proyecto de Acción Popular para dar segunda oportunidad a universidades no licenciadas. “Tenemos un Congreso fortalecido en su intento de debilitar a la Sunedu y por el otro el Ejecutivo que no define un norte, tiene problemas de presupuesto para sostener las universidades públicas y tiene mensajes ambivalentes sobre el retorno a clases”, opina a El Comercio.
Para el educador, esta inestabilidad puede acrecentar situaciones de ansiedad y estrés en estudiantes que no saben cuál será el futuro de todo el sistema educativo superior.
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