La noche 30 de julio de 1997, siete soldados detuvieron a nueve estudiantes universitarios para llevaron al cuartel “Tarapacá” de Tacna en esa práctica normalizada de reclutamiento forzoso para el servicio militar obligatorio conocida como leva. Entre ellos estaba Tony Gustavo Aduvire Condori, de quien sus padres supieron hasta el día siguiente, cuando la policía les informó que había sido encontrado muerto a pocos metros de la base militar. Tenía el cráneo fracturado.
Un informe del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre derechos humanos resumió así el caso: “Este incidente no es único, y aunque los estudiantes universitarios están exentos, las autoridades militares eligen a los estudiantes para este reclutamiento forzoso”. Una investigación fiscal determinó que el joven había caído del vehículo militar que lo transportaba y que los soldados a cargo no le brindaron atención. Este caso fue la cúspide de una serie de denuncias contra el reclutamiento forzoso en las Fuerzas Armadas. Para entonces, las levas estaban prohibidas, según confirmó el mismo ministro de Defensa de entonces, general César Saucedo, ante el Congreso en agosto de este año, pero eran comunes. Abusivas, arbitrarias y frecuentes. Otro informe, esta vez de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y la Defensoría del Pueblo, confirmaba que los más afectados eran jóvenes entre 15 y 18 años, en su mayoría provenientes de sectores populares.
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Lo cierto es que antes de que el servicio militar dejara de ser obligatorio, en 1999, las levas estaban interiorizadas en el pánico popular. Olvidar el documento de identidad, reunirte con amigos en la calle, toparte con militares cuando justo hacían un operativo fueron durante muchos años sinónimo de un inevitable reclutamiento. También es cierto que, en el otro extremo, había jóvenes interesados en servir en el Ejército, Marina o FAP incluso cuando el sistema de incorporación no era voluntario. Desde los años 70, el servicio militar era obligatorio a través de un sorteo entre todos los jóvenes que se inscribían (también obligados) en las oficinas de los distintos órganos de las Fuerzas Armadas desde los 17 años.
Estos son dos testimonios que ejemplifican, salvando las distancias de tiempo, cómo la obligatoriedad era vista desde polos opuestos.
Cuatro días que no se olvidan
Gustavo Rosas ya no recuerda la fecha exacta en la que se topó con una leva, pero sí cada uno de los terribles detalles que sucedieron al militar que lo detuvo en puente Trujillo cuando se dirigía a su trabajo en la Municipalidad de Lima. Era 1992 y recuerda que por entonces ya se hablaba de problemas limítrofes con Ecuador.
El militar –luego se percataría que eran varios– le pidió sus documentos: libreta de tres cuerpos y libreta militar. La segunda no la tenía a la mano y fue la excusa para que lo obligara a seguirlo. Hasta entonces, no se daba cuenta que se trataba de una leva. Sí lo hizo cuando vio dos Enatrus (buses de la extinta Empresa Nacional del Transporte Urbano del Perú),estacionados detrás de Palacio de Gobierno y a un centenar de jóvenes como él en cuclillas. Todos terminaron ese día en el fuerte Hoyos del Rímac.
Los dividieron en dos grupos. A él le tocó el pabellón 501 PM, Policía Militar. Era mediodía. “Estaban celebrando el cumpleaños de uno de los encargados de ahí. Estaban haciéndoles el festejo. Nos hicieron limpiar, mover bancas de esas antiguas y pesadas. Entre 15 cargamos una y la llevamos al comedor”, cuenta a El Comercio. Ahí, entre las bancas que habían acomodado, les cerraron la puerta: “Un grupo de cachacos, cabos, nos dieron una sarta de patadas. Nosotros en el piso”
Lo que siguió fueron ranas, tenerlos parados varias horas bajo la llovizna, volver a limpiar, no poder ir al baño, estar sin comer. Al día siguiente recién recibieron alimentos. Luego lo mismo: las ranas, los trabajos de limpieza, raparlos de madrugada y cero derecho a hablar. “Recuerdo que un compañero se enfrentó con ellos, dijo que teníamos derechos, que nos devuelvan nuestros documentos. Lo golpearon, le hicieron masticar excremento de perro para darnos el ejemplo. Ese fue el momento más duro”, cuenta.
El tercer día fue el examen médico y por la noche una selección que nadie sabía para qué. Para entonces, según el testimonio de Gustavo, no tenían claro nada de lo que estaba sucediendo. Aunque de esa selección si se enteraron en pocos minutos: “El cabo a cargo nos dijo:”¿ustedes creen en Dios? Recen porque se han salvado, todos ellos van a ser embarcados en avión y se van a la selva, a la frontera”.
En ese momento Gustavo empezaba a creer que se quedaría ahí. Según reclutas que tenían más tiempo, en el fuerte Hoyos estarían al menos 3 meses cautivos y luego podrían salir una vez a la semana. Mientras su desesperación crecía, su familia logró descubrir dónde estaba, luego de haber visitado hospitales y la morgue, gracias a un contacto. El cuarto día de encierro pudo salir no sin que antes lo obligaran a trepar el cerro, cargar mochilas con piedras, hacer ejercicios y otros castigos. No supo qué pasó con los demás. Afuera del cuartel, su papá no pudo reconocerlo por el corte rapado. Habían pasado apenas cuatro días, pero para él era mucho más.
“Fueron los peores días de mi vida. El trauma duró mucho tiempo, no podía salir solo por temor a que me agarren de nuevo”, dice. Luego de esa experiencia, nunca se le cruzó la posibilidad de integrarse a las Fuerzas Armadas.
Descubrir el Perú
Era 1977 cuando Pedro Pablo Alayza, de 17 años, fue sorteado para hacer servicio militar obligatorio. Él sabía que algunos jóvenes presentaban excusas para no presentarse, pero Pedro Pablo decidió ir. Estaba inscrito en la Marina de Guerra del Perú. Como tenía secundaría completa, el servicio militar duraría un año, para quienes no habían terminado el colegio sería el doble.
“Decidí hacer el servicio porque pensaba que era una experiencia socialmente importante. Hacerlo como un peruano más, no recurrir a evadir eso”, explica a este Diario. Optó por ser marinero (la otra posibilidad era ser infante) por lo que su primera experiencia como recluta fue permanecer un mes y medio en la Isla San Lorenzo. “Había gente de todos lados, aprendíamos disparar, marchar, limpiar baños y se armaban grupos que enseñaban a leer a sus compañeros”, explica.
Después de eso, lo asignaron al Buque Escuela y pudo navegar varios meses como parte de las labores de instrucción. Fue así como viajó a Italia junto a los suboficiales designados para participar en la fabricación de fragatas para el país en Italia.
“Fue una experiencia en la que se descubre cómo funciona el Perú socialmente, las jerarquías en el país en la que gente que es concebida como distinta a la otra. Uno aprende mucho del Perú y ve tanto el lado solidario como también la mezquindad”, sostiene.
Por su experiencia, Alayza sostiene que el servicio militar debe permanecer voluntario para quienes tienen vocación porque, incluso queriendo servir de esta forma, es un reto adaptarse a la vida militar y su idiosincrasia. Después de su experiencia de servicio obligatorio al que llegó por sorteo, no se mantuvo en la carrera militar. Hoy es el director del Museo Pedro de Osma.
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