(Ilustración: El Comercio)
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Mauricio Zavaleta

Han pasado veinte años desde que se instalaron los gobiernos regionales y quince desde que se iniciara un ambicioso proceso de transferencia de funciones desde el Ejecutivo. Los gobiernos regionales tienen funciones importantes en materia de salud, educación y proyectos de inversión pública, y administran más de un tercio del presupuesto nacional. Sin embargo, las promesas de la descentralización no se han materializado. Estas eran, en esencia, dos. Primero, mejorar la administración del Estado bajo el principio de la subsidiariedad territorial. Es decir, que la atención de los ciudadanos sería más eficiente en la medida que las instancias más cercanas a ellos adquirieran funciones y capacidades. Segundo, brindar mayor autonomía a las regiones para establecer sus propias prioridades de desarrollo, lo que involucraba la elección directa de sus autoridades regionales, antes asignadas por el Poder Ejecutivo.

Los resultados en materia de gestión no han logrado los resultados esperados por dos aspectos centrales. Primero, la fortaleza de las entidades no se construye de la noche a la mañana. Estos son procesos que requieren de tiempo y la consolidación de equipos técnicos. Son procesos costosos, que necesitan de estabilidad y una burocracia competente. Este proceso ha sido desigual según región y oficina sectorial. Por ejemplo, durante la pandemia, algunas direcciones de salud respondieron a la emergencia con mayor eficacia que otras, siendo el caso extremo de las segundas la gerencia regional de Arequipa, donde el Minsa debió intervenir de manera extraordinaria. Segundo, la programación multianual de inversiones de los GORE no necesariamente se alinea con la de los ministerios y los gobiernos locales. En ese laberinto presupuestal el principio de subsidiariedad se diluye y pierde propósito.

En términos políticos los resultados son acaso más magros. Si bien, a diferencia de los actuales congresistas, la mayoría de actuales gobernadores tiene experiencia previa como autoridad y ha tenido contacto con el aparato público, es difícil encontrar gestiones que hayan sido capaces de articular planes de desarrollo regional de mediano o largo plazo. La gestión se pierde en la pequeña política de los nombramientos de gerentes y directores. La fragmentación del territorio y pliegos presupuestales, así como la inexistencia práctica de partidos hacen de los gobernadores figuras políticas menores en el escenario nacional, quienes adquieren relevancia conjunta cuando el Ejecutivo necesita mostrar apoyo político fuera de Lima. No es coincidencia que los presidentes que han enfrentado una oposición parlamentaria más virulenta, desde Pedro Pablo Kuczynski hasta Pedro Castillo, hayan buscado su compañía. Lamentablemente, esto no ha cambiado las dinámicas institucionales de la descentralización, pues los términos de acuerdo siempre fueron en clave de monto presupuestal. En veinte años las fallas de origen del proceso se han cristalizado y es dominado por la inercia.

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