ALBERTO VILLAR CAMPOS / @betovillarc
En Lima, una ciudad donde los negocios se asientan cada vez más en enormes galerías, Juan Quispe ha decidido llevar la contraria. Diariamente, este huancaíno octogenario camina por calles y jirones y atraviesa distritos desde muy temprano en busca de clientes. Tiene un silbato, carga un aparato compuesto por una gran llanta, una rueda más pequeña y varillas de metal pintadas de verde, y también ropas viejas que pierden color con fuerza, sobre todo en el verano.
Aunque aparentemente en extinción, el suyo es uno de esos negocios que se resiste a morir. Quispe es un afilador de cuchillos que recorre la ciudad, día tras día, desde 1971. Con su trabajo asegura haber sacado adelante a sus dos hijos uno de ellos quien estudia actualmente en la universidad.
“A veces puedo ganar hasta 80 soles diarios, pero otros días apenas llego a los 20”, dice este hombre menudo, quemado por el sol y de frases cortas. La ruta que sigue a diario es indistinta, casi un juego de azar: un día puede atravesar San Isidro y el otro, ir por San Roque, en Surco, o por La Bolichera. Dice con orgullo que no son solo las amas de casa las que lo buscan, sino también los restaurantes de todo tipo que ven en su tradicional oficio una manera digna de vivir.
Consciente de que su trabajo lucha por no extinguirse, Quispe ha decidido no solo usar su máquina para ganar dinero: ahora también arregla ollas y puede trabajar el jardín de quien se lo pida.
La máquina afiladora con la que actualmente trabaja la mandó a hacer tres años atrás, y la piedra con la que deja los cuchillos y tijeras listos para trozar lo que sea debe cambiarla regularmente. “¡Cuántas máquinas habré cambiado en mi vida!”, dice el huancaíno. Y sonríe con el recuerdo casi vivo.