Una de las esculturas del cementerio Presbítero Maestro. Foto: El Comercio.
Una de las esculturas del cementerio Presbítero Maestro. Foto: El Comercio.
Maribel De Paz

Descolorida y triste como la muerte misma, una escultura que antaño representó a un pequeño querubín desfallece, descabezada y roída por la intemperie, cerca de la puerta 4 del cementerio . Unos pasos más allá, sin embargo, una luz de esperanza asoma: un joven restaurador ejecuta la limpieza de uno de los monumentos al interior del cementerio emblema de Lima. Bajo la sombra amable de un molle, en un rincón del histórico camposanto, Luis Repetto repasa los avances en la recuperación de este monumento y la evolución histórica de nuestras tradiciones fúnebres.

—Me comentabas hace un momento sobre este espacio donde nos encontramos sentados, como ejemplo de una correcta intervención.

Tenemos aquí un magnífico ejemplo de recuperación con la participación de la sociedad civil, con la familia Lugón, que se encargó de recuperar todo este espacio para dar dignidad a sus familiares que se encuentran descansando en este lugar. Han recuperado los jardines, las veredas, los revoques de los cuarteles, y le dan mantenimiento constante. Han sembrado este molle al pie de sus padres y colocado esta banca para visitarlos y entablar una comunicación con ellos en un espacio digno, limpio. Yo quisiera volver al espíritu del siglo XIX y comienzos del XX, que es el cementerio como espacio social, como lugar de encuentro y de intercambio. Ya no con el espíritu de mirar y ser visto, y cumplir con los deudos desaparecidos, sino de encontrar un lugar de descanso, de paz, de tranquilidad y de comunicación con los que ya no nos acompañan físicamente, porque los muertos no están muertos mientras están en nuestro pensamiento.

— ¿Cómo ha ido evolucionando a lo largo de los siglos esta cercanía con los que ya nos dejaron?

El tema de la muerte en los últimos 30 años se ha transformado vertiginosamente con los grandes cementerios como alfombras verdes donde todos somos iguales y solo tenemos una pequeña placa de mármol con nuestro nombre. El duelo también ha cambiado: ya no se usa el color negro, no se hace el año de duelo o el lavado de la ropa a los ocho días. Ahora sabemos que el luto lo llevamos dentro. O sea, yo he perdido a mi padre hace diez años y prácticamente convivo con él todos los días. Siempre he dicho que el duelo dura un período largo cuando tú quieres que sea largo, y si no, la primera etapa es muy cruel, la ausencia, pero después de los 90 días el muerto se incorpora a ti y entra en tu mundo, y convives con él todos los días de tu vida.

—De las tradiciones fúnebres que ya no están con nosotros, ¿cuál es la que más te duele que haya muerto?

Bueno, de las tradiciones fúnebres, yo todavía logré asistir a las misas de 30 días que se hacía en las iglesias, donde se colocaba un ataúd. Y también en mi niñez he visto que dentro del duelo se cerraban las ventanas, las cortinas, las persianas, y en muchos casos se colocaba un crespón negro en las puertas. Esas cosas han desaparecido. En la costa norte del Perú existen todavía las plañideras, las lloronas, que son personajes femeninos contratados, lloran a sueldo. No son fáciles de encontrar, no se dejan ver porque se cubren con una manta negra y hay distintas categorías dentro del ritual de la muerte: hay la plañidera que llora durante el velatorio; hay otra categoría que son los pobres de hacha, que son los menesterosos que acompañan el cortejo; y están las chivatas, que eran las que lloraban después del entierro, y que durante ocho días acompañaban las visitas luctuosas que hacía la familia, y eran las primeras en retirarse a las ocho de la noche marcando que ya los familiares tenían que retirarse a descansar y tenías que despedirte. Pero todas esas cosas han desaparecido prácticamente.

—Y de las tradiciones que siguen vivas en torno a la muerte, ¿cuál es la que más te llama la atención?

Bueno, el Perú es un país multidiverso, pluricultural, y tenemos hábitos de acuerdo a nuestra idiosincrasia, a nuestra cosmovisión, a nuestro pensamiento, y también de acuerdo a nuestra geografía. La muerte en el mundo andino es totalmente distinta al de la costa norte, por ejemplo. Y la Amazonía tiene una relación con la muerte más desprendida que en el mundo andino. Por la geografía, la temperatura, es muy importante la cremación. En la Amazonía hay un espacio al borde de las pequeñas comunidades donde están enterrados los difuntos, pero muchos de ellos no tienen ni siquiera nombre, y en otros casos, desde tiempos inmemoriales, se han incinerado, y esos restos se guardan dentro de las viviendas para esperar el nacimiento de un nuevo miembro de la familia y darle la continuidad con el último familiar que murió. Hay un espíritu de regeneración dentro de la comunidad, porque son muy importantes los ancestros. Incluso, en el mundo inca las momias fueron temidas por los españoles, porque después de muertos seguían teniendo poder. Y por eso las trasladaron a Lima y dicen que estuvieron en el Hospital de San Andrés. Los españoles tuvieron mucho miedo a que estas momias se levantaran porque seguían disponiendo. Se dieron casos como el de un español casado con una noble indígena, por ejemplo, que tuvo que pedirle la mano al padre difunto.

—¿Cuáles señalarías como los hitos de la evolución del arte fúnebre en los Andes?

Desde que se produce el fenómeno del mestizaje en el siglo XVI, el tema de la muerte ha tenido una transformación total. La Iglesia Católica, sobre todo en el siglo XVII, que es el esplendor del barroco, tuvo una enorme parafernalia en el Cusco, Arequipa, Lima, con los túmulos funerarios, que eran obras de arte efímero, altares temporales que había que levantar para la memoria de los grandes personajes. Cuando moría el Papa, el rey o algún personaje importante, la noticia demoraba cinco meses en llegar a América, y luego se tenían que levantar estos altares funerarios en las grandes iglesias, que consistía en revestir el altar principal con un despliegue artístico alrededor. Hoy día sería una performance, una instalación. Todo eso desapareció. Y en la sierra se acompaña mucho hasta la actualidad el tema de las visitas a los difuntos, y encuentras en los nichos vasos con agua o pequeñas botellas de cerveza y alimentos. Como aquí, donde todavía el niño Ricardito recibe caramelos o panes. Han pasado 500 años y todavía hay manifestaciones de origen prehispánico, sobre todo en las pequeñas comunidades del altiplano. En Lima el tema de la muerte es el espacio social, y el cementerio es el mejor ejemplo del romanticismo, del jardín, del Edén, del paraíso, de una flora funeraria que existió y que está vinculada a algunos árboles como el sauce o el ciprés.

—Los tiempos violentos nos quitaron hasta el derecho a nuestros muertos.

Bueno, lo que hemos vivido con los desaparecidos para el Perú ha sido muy cruel. Todavía no hemos llegado ni siquiera a un atisbo de reconciliación con los desaparecidos en los 20 años de violencia que tuvimos, y esos familiares que hoy van a conmemorar el día de los difuntos tienen una terrible ausencia y un dolor de no tener a dónde dirigirse. Ese es el dolor más grande: no poder acercarse a un testimonio físico de sus familiares para cerrar, y la herida será permanente. Mamá Angélica, que murió intranquila, es el mejor ejemplo. Y así hay miles de familias en el Perú que han quedado en esa situación. Nunca es tarde para iniciar la reconciliación, pero no con la fotografía, con el viaje o con el cheque. La reconciliación va por otro camino. Por una propuesta política que realmente contribuya a mejorar la calidad de vida de todas esas comunidades andinas que todavía siguen desconectadas del mundo contemporáneo.

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