El hombre Garza, de Santiago Yahuarcani. (Foto: Difusión)
El hombre Garza, de Santiago Yahuarcani. (Foto: Difusión)
Czar Gutiérrez

De pronto el cielo se rajó. Y el haz de luz cayó con un bramido sobre la
faz de la tierra. Era la voz de Juma, el anciano dios garza: la maloca estaba en llamas y sus impíos moradores convertidos en piedra. Entonces a orillas del ancho río florecieron los Áimen o “clan de la garza blanca”, virtuosos seres del bosque cuyo respeto por la sabiduría
ancestral fluye como las aguas del río más grande del mundo, ese que contiene más agua que el Nilo, el Yangtsé y el Misisipi.

Es allí, en ese remolino turquesa que genera la confluencia del Amazonas con el Ampiyacu –en Pebas, a 10 horas de Iquitos en lancha–, donde nacieron y crecieron los Yahuarcani, familia cuya estirpe fusiona sangre procedente de los pueblos cocama y huitoto, perteneciente a los clanes Jaguar y Áimen, para habitar un territorio rico en maderas blandas, frutos arbóreos que ‘sudan’ pintura y arbustos que regalan tejidos como la llanchama, lienzo
natural que tiene la amabilidad de atrapar los colores más eléctricos de la floresta.

— Te quiero verde —

Si Thor Heyerdahl las puso como flotadores del Kontiki para su oceánica travesía del Callao a la Polinesia, el artista Santiago Yahuarcani (Pucaurquillo, 1960) prefiere que sus esculturas en madera balsa viajen solas por el mundo. Operando con pericia sobre limas rotativas y fresas de diamante, el patriarca de la familia esculpe
tótems, madres grávidas y seres sobrenaturales sobre un solo tronco. En sus pinturas, más bien, prefiere denunciar con trazo grueso el genocidio de su pueblo en manos de los caucheros a través de escalofriantes imágenes saturadas de fuego.

Nereida López (Peruaté, 1965), su esposa, se decanta más bien por la construcción de máscaras. Gracias a una persistente sucesión de cortes, trastoca la cáscara seca del wingo en los rostros amables o fieros de aquellos seres que aparecen en las visiones rituales del ayahuasca, la coca y el ampiri. Enjutos, despertando de su sueño de
siglos, poblados de nueces, huesos, pólenes, escamas de paiche y arawana, semejante multiplicación de fisonomías en manos de la madre huitoto también alcanza a la fauna adyacente que corre, vuela, muerde y nada en semejante paraíso verde.

“En casa todo está relacionado con alguna actividad artística. Desde niño aprendí a extraer la llanchama, tallar en madera balsa, hacer  cerámica y tejer los mitos de mi clan. Cuando terminé la secundaria
no tuve otra opción que ayudar a pintar a mi padre. Así nacieron mis primeras obras, con tintes naturales, tierras, semillas, resina y
cortezas. Entendí que mi futuro era pintar sin búsquedas complejas ni pretensiones”, dice Rember Yahuarcani (Pebas 1984), cuyo talento desborda el lienzo, toca a la literatura –tiene tres libros– y se dispone exhibir su obra junto a la de sus padres en una tan inédita como esperada tripersonal.

— Safari estético—

Dueño de una obra poblada de espacios etéreos, decididamente onírica y sutilmente puntillista, Rember Yahuarcani explota las posibilidades del abstracto figurativo como estrategia y equilibrio: debatiéndose, digamos, entre “La melancolía” de Chagall y “Los elefantes” de Dalí, el artista satura su universo con sus dioses ancestrales, pero acepta la influencia de los grandes maestros. “Cuando tenía 9 años, vi en un libro el cuadro ‘¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, de Paul Gauguin, que me marcó
profundamente. Mi obra es esencialmente huitota y habla de la sabiduría de los abuelos, y no solo del parentesco de sangre, sino del respeto a la sabiduría, al mito, del origen del universo”, dice.

Rember también evoca: “Agarraba la llanchama y frotaba los frutos sobre ella. Mi padre me repetía constantemente que tenía que ver las
formas de los árboles, cortezas, flores y cualquier otro elemento vivo o muerto del monte, donde también aprendí a sembrar, pescar, cazar y cuanta actividad cotidiana ayudara a sobrevivir a la familia. Fue en esas circunstancias, ayudando a mi papá a extraer los tintes naturales y buscando el lienzo de llanchama, cuando nacieron mis primeras obras”.

Y recuerda, además, sus primeros pasos en la ciudad capital: “Llegué a Lima en julio del 2003. La exposición era ‘La serpiente de agua’, en
Desamparados. Mi padre había sido invitado por la Dirección de Turismo de Loreto, pero decidió no venir y me envió en su lugar, pensaba que era mejor que yo aprovechara ese viaje”. Vaya que lo hizo: es el pintor loretano más conocido después de Bendayán, curador de la muestra. De todo esto da cuenta tanto su obra como la
de sus padres. Dicen que los Yahuarcani son tan talentosos que han logrado pintar hasta el sonido del bosque.

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