Dare Dovidjenko (1949-2020) bromeaba con que el nombre de la ciudad donde nació, Split, también aludía en inglés a estar dividido, escindido. Y así era él. Provenía de la bella localidad croata bañada por el Adriático, pero antes de cumplir 20 años llegó al Perú para estudiar artes plásticas. En ese momento no se quedó. Regresó a la por entonces Yugoslavia en 1971 y, seis años después, pegó la vuelta al Perú. Fue su reconfirmación de que debía permanecer en este lado del mundo.
Pero los paisajes de aquí y allá se le mezclaban. El palacio de Diocleciano y el santuario de Pachacámac; “El grito” de Munch y el tráfico de la capital. “Esas mezclas entre siglos europeos y la urbe con su neblina limeña”, apunta el historietista Juan Acevedo respecto a un dibujo de Dovidjenko en el que se ve a una dama medieval asomándose desde una imitación de castillo en plena avenida Arequipa.
Fue justamente Acevedo quien lo invitó a participar en los años 80 en la revista “Monos y monadas”. Después pasó por el suplemento “¡NO!”. No era ajeno a ese mundo, pues él mismo contaba que había una gran tradición historietística y de animación en su natal Yugoslavia. Y, sin embargo, su estilo era muy diferente al común, tan desconcertante como atractivo.
“Tenía un humor propio –dice Acevedo–, surrealista y juguetón, distinto al criollo nuestro, al que le hizo guiños con los años, y se divertía mucho pasando de uno al otro. Sus dibujos de por entonces, seducidos por el absurdo o el psicoanálisis, son de una ironía sutil y precisa.
En el libro “Bumm!”, de Alfredo Villar, Dovidjenko afirmaba: “En realidad, lo que yo hago no es humor de carcajada. El humor tradicional es el de los abuelos, pero el humor que yo hago es distinto, es un humor para pensar. El ser humano necesita desarrollarse psicológicamente más que socialmente. Si fuéramos más desarrollados, no necesitaríamos ni política ni religión”.
IMAGEN Y TIEMPO
Y aunque fueron esos dibujos juguetones los que hicieron que su nombre vaya ganando un lugar dentro de la escena artística peruana, Dovidjenko encontró en la pintura el medio más adecuado para canalizar sus particulares obsesiones por la imagen, la arqueología o la memoria. Prueba de ellos son series como “Split 305-2005”, un intento de condensar 17 siglos de historia, o “Pachacámac”, la bipersonal junto a Ricardo Wiesse en la que escudriñaban los misterios del recinto prehispánico.
Recientemente, Dovidjenko se sumó al proyecto benéfico 200 Artistas por el Perú, que reúne fondos para apoyar al personal sanitario que lucha contra la pandemia del COVID-19. “La obra que él presenta allí, ‘Visita al museo’, es una muestra de otra de sus pasiones, la arqueología”, cuenta la crítica de arte Fietta Jarque, encargada de coordinar dicha iniciativa.
“Los mejores artistas se distinguen del resto porque han sido capaces de crear un mundo –apunta Jarque–. Dare Dovidjenko lo hizo. Desde sus inicios en el humor gráfico había algo etéreo y misterioso en sus dibujos. Su pintura, al margen de las modas que en décadas recientes apartaron del centro de la escena la figuración, se fue refinando en la serenidad profunda de sus cuadros. Y, como toda inteligencia, mezcla una sonrisa secreta en la base de su imaginación”.
Con una personalidad silenciosa y moderada, y una obra siempre enigmática, Dovidjenko parecía estar en constante búsqueda del desafío propio y del espectador. “A veces me pregunto cuáles son los poderes de la pintura –decía él–. Por momentos cuando trabajo siento una fascinación. Llegas a un punto en que lo que haces te seduce. Creo que si sucede eso, si te seduce tu propia pintura, es que puede acontecer ese momento mágico del poder de la pintura en el espectador”. Es en esa magia que se condensa su creación.
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