Personalidad. Un perfil de Ester Ventura debería abarcar todas las acepciones de este término. Es la mujer que seduce con su genio y carisma, y que se impone por su carácter y rigor artístico. A este conjunto de rasgos conocidos en su manera de ser, el Ministerio de Cultura suma uno nuevo: el de “Personalidad Meritoria de la Cultura”, un reconocimiento a décadas de rescate y puesta en valor de materiales naturales, ligados a nuestra historia ancestral, que ella supo reconvertir para el diseño y usos contemporáneos.
Si bien el anuncio oficial fue a inicios de marzo, recién este martes 9 de mayo, a las 4 de la tarde, en los salones del Ministerio de Cultura, Ventura será distinguida en un acto que a ella la conmueve y alienta a la vez. Sin embargo, ella confiesa que la palabra personalidad le resulta un tanto pomposa, ligada a la crónica de celebridades, cuando más bien su trabajo ha sido lo opuesto: buscar en lo esencial, atender la sabiduría y la memoria de los propios materiales.
Si a ella le preguntan, dirá que el origen de ese reconocimiento otorgado a través de la Resolución ministerial 000093-2023-MC, tiene que ver con sus paseos de niña con su padre en las playas de Mar del Plata, donde acudía la familia en cada temporada de verano. Desde los cuatro años iba recolectando materiales que pasarían desapercibidos a cualquiera: conchas marinas, algas, plumas de gaviota, piedritas brillantes y hojas secas.
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“Muchas veces mi habitación olía muy mal, porque todo lo que recogía era orgánico”, recuerda la artista añorando aquellas primeras colecciones guardadas en sólidos frascos regalados por su abuelo materno, el farmacéutico de la familia. Aquellos eran sus tesoros, y su recolección es una práctica que permanece hasta hoy. Para Ester Ventura, el diseño de joyas está conectado a aquellas búsquedas y juegos de su infancia: “Siempre hay un ingrediente lúdico en lo que yo hago”, afirma.
Hay quienes se sorprenden al saber que Ester Ventura no es peruana de nacimiento, y quizás esa sea una demostración de adopción inconsciente. En efecto, la artista nació en Argentina, es porteña y de familia judeo sefardí para más señas. Sin embargo, la artista asume que es su sangre turca la que le hizo identificase por entero con el mundo andino, pues su abuela paterna le había transmitido el amor a los textiles, por la belleza que brota de las manos.
Llegó a nuestro país en 1974, con el plan de quedarse solo 15 días como parte de un viaje por América Latina. Por entonces gobernaba Argentina Isabelita Perón, meses antes de la pesadilla que supuso la dictadura militar. Fue un viaje que, algún día, contará en un libro. Incluiría la mochila en hombro para hacer autostop, algún viaje en la tolva de un camión que contrabandeaba harina o el descubrimiento de las minas de Potosí. Pero fue el cruce del lago Titicaca, lo que supuso para ella su primera epifanía: el agua brillante como la plata, las sonrientes mujeres de mantones bordados, los sabores hoy perdidos.
Recuerda haber llegado a Cusco una noche, y a la mañana siguiente, descubrir la ciudad imperial cubierta de nieve. Se quedó para producir una serie de documentales, y terminó quedándose 10 años. “A medida que me fui adentrando en la maravilla del mundo andino, que fui escuchando el quechua y sintiendo la ternura infinita de las personas, algo resonó dentro de mí. Me hizo sentir que pertenecía allí. Desde entonces, nunca he sentido extranjera”, explica.
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Luego se mudó a Lima. El trabajo en joyería, a diferencia del cine, le permitía quedarse en casa y dedicarse a sus hijos. Componía sus diseños con los materiales que encontraba, basándose en la intuición y las impresiones de la naturaleza y la memoria, trabajando de cerca con los artesanos locales que le permitían transmitir su lenguaje. Devolvió su brillo a los ancestrales Spondylus, la moneda de cambio del antiguo Perú, así como a los huayruros descubiertos en su trato con comunidades aguarunas y shipibas, que abrieron a su trabajo un mundo de posibilidades.
“Cuando comencé con esta disciplina, a fines de los setenta, no me creía una creadora. Me guiaba por la pasión por todo lo que el Perú ofrecía, sin comprender entonces lo que significaba. Yo trabajo desde las manos. Veo algo y lo acojo, lo atesoro. Un día vuelvo a acercarme y lo toco. Y es en el tacto y el contacto con el material que surge la idea”, afirma la artista.
Desde entonces, sus diseños han corrido de forma paralela a la de un proceso en el que nuestro arte contemporáneo ha ido encontrando sus vínculos con el pasado prehispánico, con el arte popular y el paisaje natural. “Todo lo que he encontrado en la naturaleza, en el arte precolombino, en el arte colonial, en los anticuarios, siempre había estado allí. Para mí era natural y lógico acoger y ensamblar materiales que encontraba y darles un contexto de oro, de plata, de cobre. Siempre me ha parecido insólito que nadie lo hubiera visto antes”, afirma Ventura.
En efecto, a veces hace falta que alguien, desde fuera, aporte una mirada fresca y nos revele la belleza de aquello imperceptible al tenerlo frente a nuestras narices. Alguien que nos libere de la costumbre, del hábito que, como alerta siempre la artista, nos adormece. Para ella, se trata de acercarse silenciosamente a la belleza de la creación. Y nunca perder el amor y el asombro.
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