“Sí valió la pena, ¡adiós libertad!, ¡adiós amado Perú!, ¡adiós Cangallo querido!”, alcanzó a decir antes de que el pelotón de fusilamiento, seis arcabuses alimentados con pólvora, hiciese fuego. Antes, la víctima había sido obligada a ver cómo torturaban a su mujer y a sus tres hijos hasta morir. Agonizaba el mes de febrero de 1822 cuando esos seis proyectiles de estaño cegaron la vida de Basilio Auqui, el anciano héroe de 75 años; de ocupación arriero e indoblegable azote de las tropas españolas.
Tempranamente aliado de sucesivas rebeliones independentistas, combatiente en las batallas de Huanta y Matará (1814), Auqui decide formar ejércitos clandestinos de jinetes encargados de hostigar a los españoles hasta expulsarlos. Precursor de la guerra de guerrillas, les ponía trampas y los atacaba con lanzas y cocobolos. En Saqapampa mató a 400. Los volvió a derrotar en Piquimachay, Rucumachay, Atunhuana y Atuntocto. Así, Basilio Auqui y sus centauros lograron la jura de la independencia de Cangallo en 1814. Ni San Martín lo había soñado.
Lo hicieron sobre el lomo de los poderosos animales que llegaron junto al barbado invasor. Hijo de las yeguas que bordeaban el Guadalquivir, el caballo andaluz --fácil de montar, domar e inclusive rejonear--, el morochuco fue poblando el nuevo mundo con su buen porte, gran cabeza y exquisitos trote, piaffé y passage. Troncal en la formación de razas equinas europeas y americanas, es padre del caballo peruano de paso, nuestra raza caballar propia y producto de bandera desde el 2013. La diferencia es que el morochuco no es un prodigio estético ni decorativo: es un arma de guerra.
Temple de acero
Desde los albores de la humanidad el caballo ha sido entrenado para entrar en batalla. Jalando carros, formando parte de la caballería ligera o como transporte de caballeros fuertemente armados. El animal ha aprendido a soportar el infierno: no retrocede nunca, mantiene el equilibrio y no pierde agilidad aunque esté herido. Resiste el ruido de los cañones y el pánico de los combatientes. Soporta perfectamente el olor de la sangre, por ejemplo la de esos 500 muertos españoles enfrentados de manera fratricida en la llanura de Chupas (1542), cerca de Huamanga.
Eran las huestes de Miguel Vaca de Castro, fieles al rey, versus el ejército disidente de Diego de Almagro, ‘El Mozo’. Los historiadores creen que esos mestizos de ojos azules y tupida barba que pueblan la zona son descendientes de la dispersión almagrista que ocurrió después de esa batalla. Es más, consideran que fue exactamente en un pintoresco pueblito, Pampacangallo, donde sentaron sus reales. Y lo más probable es que tengan razón, de otra manera no se explica la proliferación de jinetes quechuahablantes con pinta de europeos.
Igual que Basilio Auqui, nacido precisamente en Pampa Cangallo en 1750. El chullo o ‘chuco’ amortigua el peso de un sombrero de ala ancha. Como es de colores, en quechua será ‘muru’. De allí sale el “morochuco”, vaquero andino ataviado con chaparreras de cuero y siempre dispuesto a engalanar cualquier efeméride con su valentía. De raza indómita, han expulsado a los españoles, han combatido contra los chilenos y también pelearon durante la guerra del salitre. Atenazan un látigo de cuero que termina en forma de bola de plomo. Debajo del poncho, una chompa de alpaca. Las botas, impulsadas por espuelas de acero en forma de estrella.
Rebelde sin pausa
El profesor Antonio Martínez estaba hablando de películas del lejano oeste con un amigo historiador cuando salió la pregunta sobre quiénes serían nuestros vaqueros. ‘Los morochucos’, dijo el historiador (en referencia tanto al caballo como a su jinete), explayándose en el asunto. Entonces a Martínez se le prendió el foco y pensó que ese era exactamente el tema del documental de autor que siempre quiso hacer. Así empezó todo, con una conversación informal hace una década. Al día siguiente estaba tomando un avión hacia ayacucho y luego una combi que lo dejó en la Plaza de Armas de Cangallo.
En Cangallo, paradójicamente, no encontró ningún jinete. Regresó tres veces más y los famosos morochucos brillaban por su ausencia. Hasta que un alma caritativa le dijo que estaba en el lugar equivocado. “Cangallo no es lo mismo que Pampa Cangallo”, anotó. Ya en los predios del septuagenario héroe —en la capital del distrito de Los Morochucos, a 3.330 msnm— logró instalarse en un hotel y alquilar una motocicleta china para capturar la secuencia fotográfica con la que había soñado.
Y allí están: libres en la inmensidad de una pampa recubierta de nubes o inmersos en el vértigo de la velocidad. Fruto de la aclimatación natural de la especie, el caballo andaluz que llegó con los conquistadores ha originado una raza singular de media alzada. El cuello es ancho y ligeramente arqueado. El perfil será convexo o subconvexo, nunca cóncavo. Las crines espesas y frecuentemente rizadas. Las formas redondeadas. Su piel es fina. Frecuentemente oscura, equilibra entre el negro y el bayo.
Pero lo que mejor define al caballo morochuco es su resistencia. Para entregarse al arrojo enloquecido del galope en las competencias de velocidad, durante los rodeos o cuando se trata de domar ejemplares salvajes. O en jalatoro, festividad de semana santa que consiste en soltar toros bravos por las calles de Huamanga. Los morochucos los enlazan pues tienen la misión de cuidar al respetable; para que con el caer de la tarde regresen a sus viejos pastizales, esos que desde siempre alimentaron la rebelión.
Más información
Lugar: Sala de exposiciones del Centro Cultural de la Universidad del Pacífico. Dirección: Jr. Sánchez Cerro 2121, Jesús María. Fecha: Del 6 de febrero al 17 de marzo. Horarios: De lunes a sábado, de 9:00 a. m. a 9:00 p. m. Ingreso: Libre.