Fernando de Szyszlo asegura que no ha tenido suficiente tiempo. No solo para pintar (porque afirma que su obra siempre estará inacabada), sino también para aprender a tocar el piano, esquiar en los Alpes o conducir autos de carrera.
Su vida, sin embargo, ha sido la de un protagonista de su tiempo: reconocido como uno de los artistas más importantes de América Latina, su presencia ha sido crucial para entender el desarrollo de las artes en nuestro continente. Más allá de aniversarios y celebraciones, Szyszlo sigue trabajando con una vitalidad envidiable. La que solo conocen aquellos que saludan a la muerte como una vieja conocida.
Al cumplir 90 años, ha sido testigo de una época que comprende parte de dos siglos. ¿Qué impresión general le ha dejado este recorrido?
Lo que tengo son sentimientos mezclados. De un lado, a partir del siglo XXI empecé a sustituir el pesimismo por una suerte de esperanza, la ilusión de que haya una luz al final del túnel después de todo. Del otro, guardo la memoria del siglo XX como un tiempo menos desesperado, donde cada uno de nosotros estaba menos envuelto en la soledad.
¿Cuál cree que sea la causa de esta desolación?
Creo que se debe a que todo ha perdido su contenido, desde la cultura hasta el sexo. La gente ya no vive las cosas, solo pasa por ellas. La televisión, que antes informaba sobre la realidad, se ha vuelto banal. Lo mismo pasa con el arte: se ha vuelto simplista, fácil. Yo vengo de una época en que el arte: se ha vuelto simplista, fácil. Yo vengo de una época en que el arte trataba de expresar algo, y ahora lo veo seco. Antes echaba la culpa de esto a los artistas, pero ahora culpo al mundo, que es el que se ha banalizado. Por eso, en el arte, el vacío de la mirada se encuentra con el vacío de la expresión.
¿De alguna forma, se confirmaría lo que dicen algunos: que las épocas de paz no son buenas para el arte?
Puede ser. La paz ya es un triunfo, y por eso no ofrece mucho material para cuestionarse. La pintura es un lenguaje de luces y sombras, y por eso el contenido es importante. Necesita expresar algo. Si se le quita eso y se deja solo una exposición de conceptos, llega un punto en que necesitas un texto para que los cuadros digan algo. Y de eso no se trata la pintura.
Su trabajo siempre ha seguido una misma línea, muy definida. ¿Nunca lo han acusado, pro ejemplo, de ser repetitivo?
¡Muchísimas veces! Sobre todo antes, porque cuando empecé a pintar, el rey de este arte era Picasso, quien cambiaba radicalmente de estilo cada pocos años, y eso hizo que los otros pintores se sintieran un poco obligados a hacerlo también. Yo no lo hice. En todo caso, pasé de un abstracto mucho más radical a uno más corpóreo, sobre todo cuando empecé a aplicar algunas lecciones de la teoría surrealista. De la pintura no, porque nunca me gustó.
¿De ahí provienen las formas que pueblan sus cuadros?
Exactamente. Verás, yo no soy una persona religiosa, pero sigo creyendo en la existencia de lo sagrado, que es donde habita el artista primitivo. Jung pensaba que hay elementos comunes entre el inconsciente del individuo y el colectivo, y eso fue articulado por los surrealistas en sus teorías. Yo encontré ese elemento en las expresiones artísticas precolombinas, que es de donde vienen las figuras arcaicas de mis obras.
Además de artista plástico, es autor de numerosos ensayos y artículos, y creo que esa es una de sus facetas menos exploradas. ¿Diría que sus textos pueden leerse como un comentario de su obra?
Más bien, yo diría que explicitan lo que busco a través del arte. Igualmente, ha sido una labor casi fortuita, que nace sobre todo por el suplemento El Dominical de El Comercio, fundado por mi buen amigo Luis Miró Quesada. Yo diría que el 60% de lo que he escrito se publicó allí, y también en las revistas de otro entrañable amigo, Emilio Adolfo Westphalen. Tanto él como Luis me obligaban a escribir para sus publicaciones. Prácticamente me torcían el brazo para que lo hiciera [ríe].
¿Nunca se sintió llamado a probar suerte en la literatura?
Cuando era chico, sí. Antes de empezar a pintar, yo quería escribir, y de hecho empecé una novela, que felizmente quedó en nada. Luego hice algunos poemas tipo collage, en la línea del surrealismo… Todavía tengo algunos que empecé en París, en 1953, pero nunca los terminé. De todos modos, mi primera gran pasión fue la literatura. Crecí leyendo a los realistas franceses.
Hablando de Francia, es el país invitado a la Feria Internacional del Libro de Lima de este año. ¿Ha leído a los escritores invitados?
No, desgraciadamente. Pero sé que va a venir Daniel Lefort, porque va a publicar un libro sobre César Moro. La portada será una de mis pinturas.
Más allá de la fascinación que siente por Francia, ¿cree que podemos seguir viendo en ella un referente cultural de Occidente o se ha perdido algo?
Creo que algo se ha perdido, sí. Sobre todo en las artes plásticas. Pero eso no quita el hecho de que me encante ir de visita cada vez que puedo. Para mí, ir a París sigue siendo lo más maravilloso que hay. Los años que pasé allá fueron una época extraordinaria de mi vida.
Pero decidió volver...
Opté por volver, es verdad. Es curioso, porque creo que todos los peruanos y todos los mexicanos lo hicimos. Es como si el legado cultural de nuestra tierra, ese que se desarrolló paralelamente a Occidente, nos hubiera llamado. Y eso que es difícil ser artista en el Tercer Mundo. Recuerdo que una vez Ernesto Sábato me dijo: “¿Sabes cuál es tu único defecto, Fernando? Que vives en el culo del mundo” [ríe]. Éramos buenos amigos.
¿Piensa mucho en la muerte?
Sí, pero no solo porque esté viejo, que lo estoy. Siempre he sido muy consciente de ella, aunque es una convivencia difícil, porque es irreparable, y por eso mismo a veces es inaceptable. En cuanto a mí, sé que soy un viejo, pero no siento que lo sea. Llevo 90 años en el mundo, y siento que no he tenido suficiente tiempo para hacer todo lo que quiero hacer. ¡Necesitaría otros 90 años, por lo menos!
Recuerdo haber leído que, hace muchos años, había fabricado su propio ataúd. Luego declaró que preferiría ser cremado tras su muerte. ¿Por qué ese cambio?
Por consideración, para que mis hijos y nietos no se sientan culpables por no ir a verme al cementerio [ríe]. Lo digo por experiencia: yo adoraba a mi madre, sentía una devoción absoluta hacia ella, y nunca he ido a visitar su tumba. No quiero que nadie más tenga que lidiar con esa sensación de culpa.