Momentos antes, su galerista había pasado por su estudio en Miraflores. El artista la veía en silencio hablar con sus asistentes, antes de elegir cuáles cuadros ella subirá a la camioneta. Emilio Rodríguez Larraín veía partir su obra, sin amor, hacia la galería. Poco después, empecé a interrogarlo. Acompañaba al pintor Manuel, su hijo, para facilitar el diálogo. “¿Cómo elige los cuadros que van a una exposición?”, pregunté. “No los elijo –dice–. Viene la galerista y se los lleva”. “¿Imagina el criterio que la galerista utiliza para llevárselos?”, repregunto. “No me importa un carajo”, me respondió.
Es agosto del 2010 y el pintor inauguraba una nueva muestra en la galería Lucía de la Puente. Y aunque sabía que a Rodríguez Larraín le gustaba evadir a los periodistas, intenté continuar aquella entrevista. Le pregunté por la combinación entre la técnica y el color en sus cuadros, si había una parte dejada al azar en cada uno de sus abstractos. “Nunca me siento a pensar”, afirmó. La entrevista recién empezaba y yo me sentía fracasar. Opté, entonces, por buscar anécdotas para animar al artista.
“Usted fue amigo de Joan Miró. ¿Hay en su obra actual algún recuerdo de esa amistad?”, pregunté. “Yo era amigo suyo. Y él quería que yo me case con su hija para tener nietos altos”, dijo el pintor, riendo para sí. Su hijo intervino para ayudar. Le recordó: “Papá, tú siempre dices que hablas con tus cuadros…”. “¿Y está de acuerdo con eso?”, intervine. “¡Claro!”, respondió, como si fuera la cosa más obvia.
– Y cuando conversa con el cuadro, ¿qué obtiene? – No sé. ¡El cuadro no me contesta nunca! Su hijo vuelve a intervenir: “Papá dice que el cuadro le dice qué hacer. Él siempre le guía, es una forma de sentir el abstracto”, me explica. Pero el viejo maestro no responde. Solo observa. Elegí, entonces, una pregunta grave: –¿La soledad le hizo tomar muchas decisiones en su vida? Por primera vez, don Emilio reflexiona. “Sí, seguro”, dijo. – ¿Como cuáles? – No sé. Haces preguntas bien jodidas tú. –Y usted no quiere contestarlas –añadí.
El pintor empezó a reír de buena gana. Al otro lado de la mesa, creí entonces que podía sacarle algo al final del diálogo. –¿Frente a un cuadro terminado, experimenta una sensación de triunfo o de fracaso? –Triunfo, fracaso, ¿quién decide qué cosa es una u otra?
Muchas veces el público trata pésimo a los grandes pintores. ¡No saben ni un carajo! ¡Todo es una mierda! – dijo
La entrevista termina allí. La grabadora incluía al final el agradecimiento al entrevistado y algunas otras cortesías al uso. Cuando apagué la máquina, tenía claro que nada de lo obtenido serviría para un artículo legible. Es algo que suele pasar con los artistas que uno más admira.
EL AZAR DIRIGIDO
Emilio Rodríguez Larraín murió el miércoles a los 87 años. Fue velado en privado por sus familiares y amigos más cercanos. Nos lega una de las obras más innovadoras, versátiles y cosmopolitas del arte peruano del siglo XX. Pintor, escultor, arquitecto e instalacionista, perteneció a la generación que en los años cincuenta planteó la modernidad como ruptura con las tradiciones indigenistas, vinculándose con la vanguardia internacional no figurativa y con el espíritu iconoclasta del surrealismo.
Sus estudios los cursó en la Escuela de Ingenieros de Lima (la actual UNI), entre 1945 y 1949, pero poco después presentaba en la galería Lima de Paco Moncloa su primera exposición individual, antes de emprender el largo exilio en Europa.
Para Natalia Majluf, directora del Museo de Arte de Lima, Rodríguez Larraín fue un artista bisagra, una figura de transición entre la tradición del arte moderno y el arte contemporáneo. “Por ello, su obra posee diferentes lenguajes y formas de concebir la práctica artística”, señala.
Los íconos del surrealismo europeo, Salvador Dalí, Man Ray o Marcel Duchamp fueron claves en su obra, nutrida no solo de la técnica y concepto de estos genios, sino también de una entrañable amistad. Las pinturas de Rodríguez Larraín llamaron la atención también del español Pablo Picasso, lo mismo que Joan Miró, otra gran figura del surrealismo.
Para Majluf, Rodríguez Larraín tuvo una carrera que no consiguió un desarrollo sostenido desde el punto de vista comercial. “Como muchos artistas peruanos de su generación, no tuvo un lugar en el horizonte más amplio de la producción latinoamericana. Creo que no se llegó a entender plenamente su contribución”, comenta.
Por cierto, su retorno al Perú en los años ochenta tuvo un impacto muy grande en los jóvenes artistas locales, pues renovó un espacio artístico aún cerrado sobre las prácticas tradicionales de la pintura y la escultura. Rodríguez Larraín, premio Teknoquímica 2007, aportó entre nosotros el concepto del “azar dirigido”, es decir, la posibilidad de probar cómo se comportan los materiales sobre el lienzo, qué formas adquieren los colores al diluirse, cómo estallan las manchas al agredir la superficie del cuadro, cómo se relacionan entre sí los puntos de color. A ese proceso seguía luego el tanteo y la definición, para concluir en el diseño inteligente de la obra que va apareciendo ante los ojos del artista. Un trabajo cuidadosamente guiado por la sabiduría de un genio nutrido de soledad, desconcierto y furia.
GRAN RETROSPECTIVA
Reencuentro con su obra en el MALI:
Desde hace un año, bajo la curaduría de Natalia Majluf y Sharon Lerner, se viene preparando una exposición retrospectiva dedicada a la obra de Emilio Rodríguez Larraín. La muestra pondrá énfasis en sus esculturas, además de sus pinturas y obras relacionadas. “Más allá de lo evidente de su importancia para el arte peruano del siglo XX, pensamos que este es un momento interesante para que el arte peruano actual se confronte con la obra de Emilio. Sentimos que su obra puede ser hoy leída desde una perspectiva más contemporánea”, señala Majluf. La muestra se inaugurará el 8 de marzo próximo.