Don José Agustín de la Puente Candamo (1922-2020) era un amante de los libros de memorias, género poco transitado en nuestro medio quizás por el carácter discreto y reservado de los peruanos, según consideraba el reconocido historiador y maestro universitario. Y quizás por la propia reserva del maestro sus propias memorias, publicadas con el título “Memorias de Orbea. Infancia y juventud desde una hacienda limeña (1922-1947)”, publicadas por sus hijos José, Lorenzo y Manuel de la Puente Brunke, no llega más allá de sus amables años universitarios.
En efecto, el historiador nos legó en su último libro sus recuerdos vinculados a su infancia y a la fascinante historia de la casa hacienda de su familia, ubicada en Magdalena Vieja, como antes se llamaba al distrito de Pueblo Libre, lo que entonces era una continuidad de chacras que, partiendo de Orbea, continuaban en Colmenares, Cueva, Pando y Maranga. La propia avenida Sucre no era más que el callejón de chacra que dividía Orbea de Colmenares.
Al testimonio del historiador que este año cumpliría un siglo, se suman las imágenes de los antiguos álbumes familiares, un trabajo de selección a cargo de Manuel de la Puente Brunke, con asesoría del estudioso Andrés Garay y la edición de Daniela Svagelj. La colección fotográfica nos traslada a lo que fue la casa hace un siglo, combinando tanto retratos de estudio como las fotos de aficionado del abuelo José.
Para el historiador José de la Puente Brunke, resulta raro pero también entrañable que su propio padre sea el generador de las fuentes con las que investiga. Leyéndolas de forma crítica, a la luz del su contexto y la subjetividad, advierte cómo en estas memorias tempranas don José Agustín de la Puente Candamo no habla mal de nadie, algo que aprendió de su madre, Virginia Candamo. En su texto discurren recuerdos amables, con una visión idílica de su familia, como si, en el fondo, el estudioso diera cuenta de su paraíso perdido. “Efectivamente, mi padre tenía una visión positiva del Perú, utilizaba eufemismos porque se resistía a decir directamente sus aspectos más negativos. En el fondo, era un reflejo del ejercicio de la virtud cristiana de la caridad: no hablar mal de nadie ni dar malas noticias”, explica.
Un gran tabú en nuestra historia tiene que ver con el papel de las haciendas en el Perú. ¿Cuál fue la posición de tu padre frente a este fenómeno?
Mi padre decía que había que distinguir lo que él llamaba las chacras de Lima de las haciendas del norte, por ejemplo. Si bien se llamaba hacienda Orbea, como lo eran la hacienda San Isidro, la hacienda San Borja o la hacienda Colmenares, estas se trataban de fundos pequeños, no eran grandes latifundios. Él decía que ese conjunto de chacras era la despensa de Lima, lo que hoy consideramos el Valle del Mantaro. Tenía un número de trabajadores pequeño, era más bien una empresa familiar. Mi padre alcanzó a ver la etapa final de la hacienda Orbea: cuando cumplió 20 años, esta ya se había convertido en una casa de ciudad. Y con la muerte de su hermana Teresita, se cerró definitivamente el portón. Ya Lima empezaba a entrar en Magdalena Vieja y él vivió los últimos estertores de la vida de chacra. Efectivamente, él no hace un juicio específico sobre lo que significaron las haciendas, pero no dejó de decir que, a la larga, el resultado de la reforma agraria, siendo necesaria, no tuvo los resultados esperados.
¿Cómo la casa pudo sobrevivir al caótico crecimiento de la ciudad?
Es un tema muy bonito. Mi padre llegó a conocer más de 30 casas como esta, algunas del siglo XVIII, otras del siglo XIX. Estaba la casa Colmenares, Cueva, Maranga, Pando, Jesús María, San Isidro, la hoy conocida casa Moreyra. Esta última, en los tiempos de la independencia, pertenecía al conde de San Isidro, casado con Micaela de la Puente, matrimonio que era dueño también de la hacienda Orbea. Mi padre siempre contaba que su abuelo, durante la guerra con Chile, perdió sus propiedades en Lima y la familia se quedó solo con Orbea. Luego, su padre, nacido en 1875, que estudiaba Derecho en San Marcos, tuvo que dejar la carrera para sacar adelante la chacra. Se quedó aquí, repartió las tierras con sus hermanos y en 1919 se casó con mi abuela Virginia Candamo. Por entonces, Magdalena Vieja quedaba muy lejos de Lima. Pero ambos se encariñaron mucho con Orbea. A la muerte de mis abuelos, mi padre se casó y siguieron viviendo aquí. Esta casa es de la familia desde antes de la independencia. Para nosotros, es un santuario. Y por ese cariño la casa sobrevive. Para la familia es un placer y un deber mantenerla aunque signifique privarnos de otras cosas. Yo tengo amigos, no diré nombres, dueños de algún monumento histórico que no ven el día de tirarlo abajo y rentabilizar esa propiedad. Al contrario, nosotros tenemos la visión que nos transmitió nuestro padre. Así, el quebranto económico del bisabuelo hizo que valoráramos mucho más esta casa.
¿La desaparición de las casas haciendas tuvo que ver con ese desdén por el patrimonio histórico que marcó la primera mitad del siglo XX?
Digamos que la gente que no tenía en esas casas como su domicilio principal, al momento de urbanizar sus terrenos no tuvieron problemas en tirarlas abajo. Piensa que hace 100 años no había una visión del valor del patrimonio como tenemos ahora. Cuando demolieron los preciosos portales de la Plaza de Armas para modernizarla, construidos en la época del duque de la Palata, virrey del Perú a fines del siglo XVII, el único que puso el grito en el cielo fue Riva Agüero. ¡O cuando tiraron un claustro entero de San Francisco para prolongar la avenida Abancay! Entonces nadie decía nada sobre esas barbaridades. No se pensaba que el respeto al patrimonio monumental y el progreso podían ser perfectamente compatibles.
El libro se ofrecerá en la Feria del Libro de Lima desde el 22 de julio, en el stand del Fondo Editorial la PUCP.
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