No se sabía exactamente si esa tipografía —cuidadosamente sinuosa, de insólita floritura— pertenecía a la familia caligráfica script. Tampoco si ese abigarrado manto de letras era deudor del arte barroco, del pop o de alguno de esos desopilantes viajes lisérgicos propios de alguna extraviada sicodelia sesentera. Lo cierto es que en algún momento de los años ochenta aparecieron aquellos curiosos carteles en las calles de la periferia capitalina para anunciar los conciertos de música chicha. Lo interesante era que bajo ese esquema de colores, novedoso y pinturero, había todo un enigma por descubrir. Una incógnita vestida en vibrante tornasol. Sin espacios vacíos. Y con una fosforescencia que parecía incendiar todas las praderas.
Lo cierto es que esos anuncios terminaron por imponer su impronta, entrañable y transgresora, como parte del paisaje urbano. Entonces los científicos sociales acercaron la lupa: aquella estridencia contenía algo más que la eclosión musical que se empeñaba en anunciar: era una variante estética de las polleras, mantas y llicllas que durante siglos se enhebraron en los Andes Centrales. Y como sus predecesores, los antiguos tejedores huancas, sus autores tampoco tenían idea de los principios más elementales del diseño gráfico. Lo cual solo podría simbolizar el optimismo artesanal y la alegría de una cultura viva que alternaba sin problemas la estética con lo funcional. Después de todo, las telas y mates burilados también eran apretadas síntesis de información.
Aroma a esténcil
Pedro Tolomeo Rojas (San Lorenzo de Jauja, 1961), hijo de campesinos, fue el primero en hacer carteles. Claro, antes de decantarse por el asunto tuvo que ser mozo, cobrador de combi y mecánico. En el camino, murales para restaurantes, volantes, folletos y todo tipo de publicidad manual como campo de experimentación para adelantarse con los afiches calados y los stenciles, que pintaba con pulverizador: en 1978 les hizo a dos representantes del tropical andino de la zona, Los Lassers y Los Doberman. Y cuando el género empezó a sacudir el extrarradio de la capital, Rojas consiguió un refugio en El Agustino desde donde imprimir carteles para grupos como Sentimiento y Aroma.
Hasta que la primera explosión chichera fue inevitable: Génesis, Los Wankas, Los Walkers y Pintura Roja en el amanecer de una apoteosis migratoria que Los Shapis, Alegría y Viko y su grupo Karicia se encargaron de cimentar. Considerando que en la capital ya habían sentado sus reales Los Ecos, Los Pakines, Los Destellos, Celeste, Guinda, Maravilla y Chacalón, el joven jaujino se encontró con una mina deshabitada. Que tenía una pléyade de promotores y casas disqueras, además del soporte mediático de Radio Inca, Unión, Agricultura y Moderna. Entonces pudo acceder a un taller más grande en la avenida México, que oficiaría como usina nuclear de la marea que pintó de verde fosforescente las paredes del Perú.
Para una industria que lo convirtió en la estrella oculta del movimiento chichero nacional. Cambió su nombre por ‘Monky’, su arte desbordó el anuncio de conciertos y alcanzó el logotipo: los de Alegría, Pintura Roja, Génesis, Geniales, Genéticos, Marcahuasi y Chacal llevan su firma. Y cuando el desarrollo de la técnica apuntaba a una progresión francamente asombrosa sobre el arcoíris, en los 90 vino el paquetazo y la industria del afiche se vino abajo. Entonces se le ocurrió hacer banderolas con rostros estelares estampados full color. Así perpetuó a Doris Ferrer, Flor Pileña, Dina Paúcar, Abencia Meza, Alicia Delgado, Elmer de la Cruz, Sósimo Sacramento, La Nueva Estrella, Los Canarios, Revelación 5:40, Cariñosos, Dos Estrellas y siguen firmas.
Afiche aerostático
“Llegó un momento en el que habían tantos grupos, tantas fiestas y tantos promotores que mi taller ya no abastecía la demanda. Fue cuando empezaron a salir banderolas con papel pegado en tela negra. Los mismos artistas y sus allegados, al ver que la cosa era fácil y rentable, empezaron a producir sus propios carteles, tantos que en la actualidad hay una gran cantidad de aficheros. Otro momento difícil fue cuando aparecieron las gigantografías, esos terminaron de matar mi trabajo”, dice Monky, ajeno a su leyenda. Esa que le hizo ganar el concurso mural “A mí qué chicha” del Centro Cultural de España y el premio Trimarchi en Argentina. Ese que lo llevó a presentarse el 2015 en el festival Smithsonian Folklife de Washington.
Aunque lo mejor será su legado, que cobraría nuevos bríos en las manos de Feliciano Mallqui y Elliot Urcuhuaranga. Y en creadores de nuevo cuño como Ruta Mare, Carga Máxima y Nación Chicha. Sobreviviente de la era auroral del sonido tropical andino, cuando nada estaba dicho y todo estaba en construcción, la técnica de Monky —dibujo a mano alzada, calado según el color e impresión seriada de cien ejemplares por malla— se sostiene como la exploración analítico-descriptiva más sólida del oficio. Hasta posibilitar el tránsito de la gráfica chicha a la estética chicha. Por lo menos mientras hace realidad su sueño: hacer volar carteles publicitarios en globos aerostáticos por zonas marginales para promocionar el tropical andino del futuro. Que así sea, entonces.
Dato
Clic aquí para ver la exposición virtual de ‘Monky’ en la web de la UPC.
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