Muy joven, como estudiante de arte en Florencia, Fernando Botero aprendió los secretos del arte florentino: la sensualidad del volumen y del espacio. Se identificó de inmediato con esa forma de pintar, intentando encontrar una manera personal de expresar la forma. Años después, en México, mientras realizaba el dibujo de una mandolina, hizo más pequeño el agujero de sonido y apreció entonces cómo el instrumento adquiría sensualidad y una proporción monumental. “Me di cuenta de que ese contraste entre la generosidad del diseño exterior y la disminución del detalle creaba una dimensión que hice mía”, contó el propio artista en una entrevista a El Comercio. Le tomó años madurar la idea, pero luego llegó a convertirla en su estilo. “Ahora, cualquier cosa que pinte, siempre será un Botero”, decía entonces.
Fernando Botero, quizás el más reconocido pintor y escultor colombiano en la historia, falleció ayer viernes a causa de una pulmonía, en un hospital de Mónaco, a los 91 años de edad. En este micro estado ubicado en el norte de Italia residía hace décadas con su esposa, la artista Sophia Vari, quien murió en mayo pasado. Son siete décadas en que, bebiendo de las tradiciones artísticas occidentales, inspirando en obras de antiguos maestros como Piero della Francesca, Goya o Velásquez, Botero plasmó la cultura colombiana de su época en clave naif.
Botero nació el 19 de abril de 1932 en Medellín, la segunda ciudad de Colombia. Diferentes biografías del artista inciden en que, si bien no fue criado en una familia creyente, su primer contacto con el arte fue a través de la religión, de fuerte presencia en la sociedad antioqueña de la época. Como señalaba el artista, sus personajes provenían de sus recuerdos de infancia, de ese Medellín provinciano, de gente de clase media, mansa y feliz. En los años 50, Botero llegó a Bogotá y frecuentó a los artistas vanguardistas de la época, marcados por las corrientes indigenistas. Tras algunas exposiciones y el premio a un mural, consiguió recursos para trasladarse a París. A finales de la década, volvió a Colombia y se casó con Gloria Zea, una reconocida gestora cultural y coleccionista con quien se instaló México.
Reacciones de colegas
Hinchados y rotundos, inflados y orondos, sus personajes dan cuento de un estilo único, mientras que sus composiciones abigarradas crean una sensación de mayor enormidad y monumentalidad. En un precario equilibrio entre el humor y la critica social, entre el arte y la política, Botero usaría lo grotesco en un intento de criticar los rituales de la burguesía provinciana, retratándola de forma blanda y degenerada. Un hallazgo en la forma que, luego, iría perdiendo predicamento entre la crítica.
“Si he de pensar en Botero, las obras que primero se me vienen a la mente -y por las que le estaré de por vida agradecido-, son las pinturas hilarantes de los años 60 y 70, en las que hacía padecer a sus personajes. La arremetida de su mirada ácida y descreída que jugaba a ser tierna, pero que con punzante ánimo punitivo-vengativo, los transformaba en presencias desmesuradamente hinchadas, como infladas con gas helio hasta casi hacerlas estallar: insustanciales, irrelevantes, absurdas”, señala el crítico Jorge Villacorta. “No era un pintor de gordas y gordos; era el pintor que revelaba cuán gorda era la mentira latinoamericana, la de la antigua estructura colonial hispanohablante”, añade.
De entre los artistas consultados, quizás sea Enrique Polanco quien ofrece un recuerdo más amable para con el colega paisa (como se le llama a los nacidos en Antioquia). “Siempre es triste cuando un colega pintor se va. Botero fue un artista súper conocido y apreciado en el mundo del arte. Un orgullo para Colombia, dueño de formas pictóricas que a lo largo del tiempo variaron poco, además de una técnica pulcra y exquisita, casi erudita, con muy buen color. Fue un pintor de la vida con un sello inconfundible”, señala.
Sin embargo, para la mayoría de los pintores consultados, si bien destacan su larga carrera y su capacidad de poner un tipo de pintura latinoamericana en el mapa, Botero es un artista cuyo interés se perdió hace décadas. Un pintor como Ramiro Llona aclara: “Lo he mirado cientos de veces tratando de encontrar lo que tanta gente admira y nunca he podido. Mas bien me he convencido que no me interesa lo que propone ni cómo está pintado”, comenta. “Quizás los cuadros de su primera época trabajados con una pincelada más suelta son más interesantes. Después encuentro la aplicación del óleo “relamida” y ausente de riesgo pictórico”.
El pintor Ángel Valdez también resulta enfático: “Botero me aburre”, aclara. “Es el pintor de la exhuberancia y la redundancia. Encarna, para mí, uno de los defectos del arte “moderno”: hacer de un recurso plástico la impronta del artista, su estilo. Utilizar la gordura como la característica del artista y como crítica social me sienta empalagoso y reiterativo”.
Muy cerca del Boom
Como afirma Villacorta, el humor despiadado de su obra hizo de Botero un autor sudamericano: no de lo real maravilloso sino de una personal versión del Juicio Final. Sin embargo, la retórica posterior evidente en las esculturas o su serie de pinturas dedicada a Abu Ghraib, si bien lo mantuvieron activo, lejos de garantizarle vigencia acabaron por desdibujarlo.
Para Ramiro Llona, asociar la obra de Botero al “realismo mágico” del “Boom” literario resultó nefasto para la manera en que América Latina fue vista en el concierto internacional. “Implicaba que la pintura debería ilustrar una realidad mágico-latinoamericana. En la misma línea de reflexión se encuentra el escritor y pintor Rafo León, para quien Botero llevó al extremo los estereotipos de lo real maravilloso desplegados en la narrativa garcíamarquiana. “El pintor produjo abundantes imágenes que, para no caer en el desprestigiado costumbrismo, se llenaron de una adiposidad que las volvió enternecedoras y complacientes. Sus Imágenes expresan el sentimiento “Mamá grande” que supuestamente cargamos de por vida los latinoamericanos”, señala el artista. “Su principal influencia en el arte regional podría encontrarse en la gran cantidad de imitadores que tiene en los pintores de parque y de tienda de decoración. Un artista tan imitado es aquel que pisa el límite con el fraude”, agrega.
¿Cuál es la diferencia entre un estilo personal y una fórmula? El autor de más de 3 mil cuadros inspirados en la realidad colombiana respondió a ello en la entrevista publicada en El Comercio. “La mayor parte de los pintores hacen un producto, es decir, pintan siempre lo mismo porque si hacen otra cosa nadie sabrá que lo hicieron ellos. Eso es una fórmula. Un estilo tiene una filosofía detrás, una reflexión que hace que cualquier cosa que uno haga participe de esa idea”, afirmó.
En las últimas décadas, el trabajo de Botero incluyó una serie de esculturas monumentales de desnudos, tanto masculinos como femeninos, expuestas en vías públicas de París, Nueva York, Madrid y por supuesto, Medellín, su ciudad natal. En 1995, “La Paloma”, una de sus esculturas, fue dinamitada, en un atentado que costó la vida de 23 personas. Nunca se supo si fueron los cárteles de la droga o la guerrilla. “La hicieron detonar un domingo, cuando la plaza estaba llena de gente. La escultura no fue a dar al piso, cayó sobre su pedestal y quedó como un pájaro cubista de Picasso. Sugerí que la soldaran por dentro, tal como había quedado. Hoy, la escultura se llama “La violencia”, recordaría el pintor una década después. Por cierto, el Museo de Antioquia, el más importante de esta ciudad, dedica gran parte de su colección al maestro colombiano, uno de los más importantes propulsores de esta entidad ubicada al frente de la Plaza Botero. Desde ayer, la alcaldía de Medellín ha declarado siete días de luto y ya se realizan eventos en su homenaje.