Un grupo de gallinazos acosa a una mula. Pican sus partes blandas mientras la bestia intenta defenderse. Una de ellas, incluso, llega a introducir la cabeza hasta el pescuezo bajo su cola. El jumento que se sacude es la patria y las carroñeras los políticos pierolistas, según el feroz apunte del anónimo dibujante del semanario cacerista “Ño Bracamonte”, quizás la imagen más cruda y grotesca de las que hayan salido en la prensa peruana en el siglo XIX. Así se vivía en tiempos de postguerra: una virulencia política extrema, registrados por libelos de explícita militancia partidaria.
En “El artista y su época”, José Carlos Mariátegui define el arte de la caricatura como una reacción del artista popular, fuera de un mercado de arte burgués. Más allá si el célebre ensayista tuviera o no razón, lo cierto es que a lo largo del siglo XIX e inicios del pasado, la caricatura fue lo más cercano a una trinchera ideológica, un campo de batalla. Un territorio definido por fuerzas autoritarias, con caudillos trenzándose en inacabables batallas. Bajo la República, en teoría, existía la libertad de prensa, pero fueron numerosos los caudillos que emprendieron contra los caricaturistas de la época históricas palizas (graficadas luego por los propios afectados). Así, por temor a represalias, la mayoría mantuvo su anonimato tras un seudónimo, evitando que presidentes como Castilla, Balta, Piérola o Cáceres les clausurara la imprenta o encarcelara al director.
En efecto, el anonimato es clave para entender la ferocidad del caricaturista de la época. Es por ello que la historia solo registra el seudónimo de los más importantes, habiéndose perdido sus identidades. Pocos nombres perduran, como en el caso de León Williez, norteamericano que a mediados del siglo XIX vendía sus notables “adefesios”, como llamaba a sus caricaturas de los presidentes Castilla y Echenique, exponiéndolos en el portal de Botoneros.
Memes del siglo XIX
Los ataques de los caricaturistas del siglo XIX resultaban tan impunes como pueden serlo los actuales “memes” que circulan en redes sin mayor represalia. Para el historiador de arte Ricardo Kusunoki, esta comparación resulta pertinente: “Creo que Facebook y las redes sociales tienen el mismo margen de impunidad. Ofrecen una expresión tan extrema como la que ofrecía la caricatura de prensa en el siglo XIX”, dice.
Estudioso de referencia de la caricatura de este periodo, para el historiador Ramón Mujica, en estos despiadados dibujos encontramos todas las actitudes que hoy podemos ver replicadas, con otros rostros y renovados discursos, en la política actual. Por ejemplo, cuánto se parecen las patadas que se prodigan los antiguos políticos a la coz que prodigó Alan García al manifestante Jesús Lora para sacarlo del camino en una marcha organizada en 2004 por la Confederación General de Trabajadores. “Los modelos de comportamiento se repiten y siempre hay un caricaturista que puede registrarlo”, afirma el ex director de la Biblioteca Nacional.
Cargar las tintas
La caricatura definida como una trasgresión estética para burlarse del enemigo. Una concepción ligada al origen del término, el italiano “caricare”, que significa cargar, exagerar. Así, hablamos de retratos de líderes políticos en los que se cargan las tintas para aniquilar al oponente. “La caricatura es un arte que se inicia con el renacimiento italiano, con el mismo Leonardo Da Vinci, y que practicaron maestros desde Bernini hasta el español Goya”, señala Mujica, quien no solo destaca que muchas caricaturas españolas e inglesas se originan en los “Caprichos” del pintor de Fuendetodos, sino también en el trabajo de algunos caricaturistas limeños del XIX.
Como señala el estudioso, la historia de la caricatura peruana supera por largo el Bicentenario. El dibujo más antiguo del que se tenga registro data de 1549, y aparece en un manuscrito difamatorio contra el Virrey Pedro de La Gasca y el entonces primer arzobispo de Lima, Fray Gerónimo de Loayza González. Este tipo de expresiones subversivas solían ser pegadas en los muros de las calles limeñas, desafiando los interdictos de la inquisición. Asimismo, Mujica destaca cómo la nobleza indígena caricaturizaba en el siglo XVII a misioneros que maltrataban a la población. “Hay dibujos en que los revelan trasquilando a los indios como si fueran ovejas, representando a los misioneros como lobos salvajes, alimentados con la sangre y la carne de los indios”, afirma Mujica.
Sin embargo, si hablamos de caricaturas especialmente furiosas, tenemos que ver aquellas publicadas en el siglo XIX. Las guerras de Independencia y las rivalidades entre los caudillos militares acarrearon una producción satírica abundante. En el Perú, se citan como los primeros artistas gráficos que vencieron al anonimato a Marcelo Cabello, quien caricaturizó al general Rodil y al popular artista mulato Pancho Fierro, conocido por sus escenas costumbristas. Como señala Mujica, las primeras caricaturas realizadas a inicios de la independencia nacieron con un claro monárquico para burlarse de los independentistas. “En sus dibujos, se representa a los libertadores San Martin, O’Higgins y Torre Tagle con orejas de burro y visible estado de ebriedad. Es fascinante verlo, pues en estos trabajos adviertes que, desde sus inicios, la caricatura asume el vocabulario satírico de cada tienda política y trinchera ideológica”, señala el experto.
En efecto, la caricatura se convertirá pronto en un arma arrojadiza utilizada por todos. La única manera de combatir el feroz ataque gráfico era con otra imagen difamatoria. “Es fácil advertir las repeticiones con lo que sucede en nuestros días”, añade el historiador, encontrando coincidencias en el doble discurso, la violencia verbal, la ferocidad en el ataque dirigido a los candidatos. “Creo que llegamos al Bicentenario muy mal, con todos los vicios sociales que ya se habían detectado a inicios del siglo XIX. Poco ha cambiado desde mi punto de vista”, lamenta Mujica. “Sin embargo, nada resulta más sano que poder reírnos de nosotros mismos, y eso es una de las características de la República: la posibilidad de la autocrítica”, señala.
Para Ricardo Kusunoki, quien acompaño a Mujica en la investigación realizada para la recordada muestra “La rebelión de los lápices”, expuesta hace 10 años en la Biblioteca Nacional, muchas de las caricaturas podían ser entendidas de manera inmediata al tener una relación inmediata con la realidad política. “Son como símbolos relacionados con la vida política en general, problemas centrales en la forma en que ha sido construido el país y la política que no han sido resueltos nunca. Eso es lo que hace que muchas de esas imágenes mantengan su vigencia”, advierte.
Si bien los arquetipos y tópicos visuales de las caricaturas decimonónicas se mantienen vigentes en la actualidad, está claro que su nivel de virulencia es incomparable. “Puede ser mucho mayor a la violencia con la que hoy se expresan las personas en las redes sociales”, señala Kusunoki. “Probablemente los semanarios más virulentos del siglo XIX eran más conservadores, aunque hay imágenes anticlericales feroces en revistas como “Fray K. Bezón”, “Don Giuseppe” y “Fray Simplón” también a comienzos de siglo. Hablamos de un universo político muy diverso”, añade.
En estas añejas caricaturas, se repiten los íconos pauteados por el repertorio de la prensa internacional, especialmente la europea. Era común entonces parodiar a los políticos comparándolos con los animales de las fábulas de Esopo o apelando a imágenes de carnicero como símiles de la brutalidad política. Se apela a la zoomorfización, al travestismo, a las imágenes sagradas o históricas (Cáceres expulsando a los mercaderes del templo o la representación de una patria crucificada). También se suele comparar la realidad con zarzuelas y obras de teatro, lo que hoy se acostumbra con referencias a películas populares. “Son plagios de unos a otros, pues hablamos de caricaturas que no tienen autor. Es una repetición constante”, explica Kusunoki.
Memoria gráfica
Para Ramón Mujica, estos ejemplos de caricatura bicentenaria nos sirven hoy como un lugar de la memoria. “Fueron los caricaturistas los que registraron las ejecuciones extrajudiciales de entonces, las violaciones de derechos humanos, las masacres, los fusilamientos clandestinos, las desigualdades sociales, los conflictos étnicos, los procesos electorales truncos. Todo eso aparece en sus dibujos”, explica el historiador. Kusunoki coincide con el colega: “En la Biblioteca Nacional se conserva una caricatura contra del gobierno de Piérola, donde se denuncia una ejecución extrajudicial de un grupo de opositores que fueron enterrados clandestinamente en las pampas de Canto Grande. Una historia que se repitió tristemente con el caso de La Cantuta”, afirma.
“Las caricaturas del siglo XIX son imágenes muy manipuladoras, y por ello es fácil relacionarlas con el contexto actual. Argumentos que apelan a la defensa de la justicia esconden solo luchas personales, conflictos entre “buenos y malos”. Pero la realidad es mucho más compleja”, advierte Kusunoki. “Sucede lo mismo ahora: uno puede encontrar una noticia que parece una denuncia seria, pero cuando reconstruyes los hechos te das cuenta que la realidad no es tan sencillo. Las llamadas “fake news” no son algo nuevo, esas imágenes estaban hechas para manipular”, dice el historiador de arte.
Por su valor tanto artístico como informativo, muchas de estas caricaturas también eran colocadas en los escaparates de las tiendas de la capital. Mujica recuerda publicaciones del diario El Comercio, donde hace más de un siglo se comentaba los efectos que en la población habían conseguido determinadas caricaturas dispuestas en el espacio público, y como se arremolinaba la gente frente a ellas generando risotadas. “Entonces la calle era el gran escaparate. La gente se reunía a ver cómo los políticos eran destruidos por los caricaturistas anónimos. Los que no sabían leer y los que no tenían acceso a los periódicos, se enteraban allí de todo lo que pasaba”, recuerda el estudioso.
Una larga tradición
Con la modernidad arribada a fines del siglo XIX, el gremio de caricaturistas se transformó profundamente. Lejos de sus antecesores anónimos, su figura estuvo mucho más cercana al artista profesional. “Un dibujante como Julio Málaga Grenet era una figura pública, todos querían ser como él”, señala Kusunoki. Por su parte, Mujica celebra que la caricatura peruana contemporánea haya alcanzado el nivel de sofisticación que hoy le caracteriza, no solo como termómetro para la coyuntura política, sino como pieza artística. Una tradición notable que vincula los trabajos de Málaga Grenet con las publicaciones de revistas como “Actualidades” o “Monos y Monadas”, hasta llegar a creadores contemporáneos como Alonso Nuñez o Carlos Tovar. En las páginas de “El Comercio”, mención aparte merece un maestro del género como Guillermo Osorio, brillante caricaturista e ilustrador arequipeño que haciendo gala de un humor fino y pícaro, comentaba la coyuntura política teniendo como principales víctimas a Manuel Odría, Manuel Prado Ugarteche o Víctor Raúl Haya de la Torre. “Ahora todos firman, libres de las represalias que caracterizaron el origen de su oficio. Aunque nunca falta, de vez en cuando, una carta notarial o una denuncia de alguien que se ha sentido difamado”, añade Mujica. Pero esa es otra historia.
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Perú descubre una nueva joya arqueológica de 3,200 años de antigüedad
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