Dante Trujillo

Mientras los demás niños pasan las tardes jugando en las calles o viendo dibujos animados, él mira el video del hombre viejo. Dura apenas un minuto y medio (I), pero lo que al chico le obsesiona es lo que sucede entre los segundos 20 y 42, cuando el viejo deja de caminar, duda, tiembla, tambalea por el peso liberado de la pértiga, se acuclilla y finalmente cae, tratando de asirse al cable, a la vida. Sus padres se hallan fuera de casa, ganándose la vida limpiando ventanas de rascacielos, un oficio tan distinto al del viejo, y a la vez natural para ellos. El viejo se llamaba Karl, había nacido a orillas del Elba en 1905 y era su bisabuelo. Murió diez meses antes de que Nikolas, el chico, llegara al mundo en Florida, en 1979.



Muerte en la cuerda floja. (Video: YouTube)


Hijo y nieto de acróbatas, pese a perder de niño parte del oído —indispensable para mantener el equilibrio— Karl Wallenda tuvo una vida de folletín sobre la cuerda floja, que no suele ser cuerda, y menos floja. La guerra decidió su mudanza definitiva a Estados Unidos, adonde importó a sus parientes, con quienes creó la marca que los haría célebres: The Flying Wallendas. Karl perfeccionó suertes como la caminata de manos sobre las cabezas de otros funambulistas o la pirámide ensillada: dos parejas se unían con barras que iban de pecho a espalda; sobre estas iba una tercera pareja; sobre esta una silla; sobre esta subía una mujer, que se sentaba y ponía de pie, mientras toda la estructura humana se desplazaba por el cable. Nunca con arnés ni red de protección. Lo hicieron por décadas, hasta que en 1962 perdieron pie, la composición se vino abajo, y dos de los siete familiares murieron y otros quedaron inválidos. Al día siguiente Karl fugó del hospital, y lo primero que hizo luego fue treparse a un cable. Y en cierto modo no se bajó nunca de ahí (“La vida es estar sobre el alambre. Lo demás es esperar”, decía), hasta el ventoso 22 de marzo de 1978, cuando cruzó las torres del hotel Condado Plaza, en Puerto Rico. Tenía 73 años, artritis, una hernia doble y una clavícula estropeada.

La monomanía infantil de Nik Wallenda junto con la cuerda consiste en mirar el video, hablarle a la imagen, y preguntarle qué pudo fallar, si fue su cuerpo trajinado, los tensores o el aire revoltoso lo que hizo que su héroe temblara como un aprendiz de mozo con una bandeja repleta, y cayera. Dispuesto a honrar a Karl y recuperar la gloria de siete generaciones de artistas del vértigo, a los 18 años reunirá a su familia y repetirá la pirámide 38 veces en 17 días. En el 2001 terminará el recorrido de 91 metros que el bisabuelo dejó interrumpido, con un añadido: su madre lo acompañará en el sentido inverso, agachándose al medio para dar paso a la nueva estrella del clan. En el 2012 caminará 457 metros uniendo Estados Unidos y Canadá sobre las cataratas del Niágara, como hiciera una veintena de veces a mediados del siglo XIX el legendario Blondin, inspiración de “El cruce sobre el Niágara”, la clásica pieza teatral de Alonso Alegría de 1969 (por cierto, como en la obra, Blondin llegó a hacer el trayecto con una persona sobre sus hombros). En el 2013, Nik Wallenda cruzará el Cañón del Colorado: 716 metros de distancia a 457 de altura, sin más seguridad que la suya propia (II). En el 2014, atravesará el río Chicago, en parte con los ojos vendados (III).



Nik Wallenda en el Cañón del Colorado. (Video: YouTube)



Nik Wallenda en el río Chicago.  (Video: YouTube)


Y así, el chico que se comunica con un viejo equilibrista que ya no existe convertirá su sino en gloria, en un tiempo en el que la temeridad estará más bien ligada al exhibicionismo fatuo, el crimen o la estupidez. Así lo hará hasta que muera, dice. De la forma que sea. *** Todo el mundo entiende lo que quiere decir “tener los pies en la tierra”. Todo el mundo sabe lo que signifi ca “tener la cabeza en las nubes”, y también que ambas frases hechas son eufemismos exactamente opuestos. ¿Qué será entonces “tener los pies en las nubes”? ¿Será vivir la vida como lo hace Philippe Petit?

A diferencia de Wallenda, Petit (Francia, 1949) fue el bicho raro de su familia. Cuenta en su libro de memorias “Alcanzar las nubes” que cuando en la adolescencia emprendió el aprendizaje autodidacta del equilibrismo, ya estaba más que habituado a la magia, el malabarismo, la tauromaquia, la esgrima, la carpintería, el teatro, la pintura, la mímica, el carterismo, la escalada, el idioma ruso. Lo habían expulsado de media docena de colegios, y a los 17 años sus padres, sabiendo que era inútil contener un espíritu como aquel, le otorgaron la independencia. Comenzó a ganarse la vida con trucos en las calles de París, donde lo vio por primera vez el escritor Paul Auster, quien narra la experiencia en un texto llamado “En la cuerda floja”, de su libro de ensayos “El arte del hambre”: “…desarrollaba su actuación con tal energía e inteligencia que era imposible dejar de mirarlo. A diferencia de otros artistas callejeros, no actuaba para la multitud; más bien, parecía que permitía al público seguir el curso de sus pensamientos, como si nos hiciera partícipes de una profunda e inexpresada obsesión. Sin embargo, en sus actos no había nada personal; todo parecía revelarse de forma metafórica”.

Energía, inteligencia, obsesión, metáfora. Por esas condiciones que había detectado, Auster no se sorprendió al enterarse de que Petit, entonces de 21 años, había colgado clandestinamente un cable y paseado durante horas entre las torres de la Catedral de Notre Dame. Dos años después repetiría la hazaña, pero sobre las columnas del Harbour Bridge de Sidney, el puente de acero más alto del mundo (IV). En los videos de la época ya se nota un rasgo esencial de su arte: al levantar la vista desde el suelo pareciera que se es testigo de un milagro, que el francés camina —y se agacha, y se tumba— en el cielo. En ninguno de los casos anunció su espectáculo, tampoco recibió pago alguno, salvo unas horas de detención por alterar el orden público.



Philippe Petit sobre las columnas del Harbour Bridge de Sidney, el puente de acero más alto del mundo. (Video: YouTube)

La hazaña que lo convertiría en leyenda ocurrió en Nueva York la mañana del 7 de octubre de 1974. Tras ocho meses de superar todo tipo de adversidades y desopilantes preparativos —como si se tratase de dar un golpe en un banco importante—, Philippe Petit puso el pie izquierdo en un cable de 19 milímetros de grosor, y luego lentamente el derecho abandonó la azotea de la Torre Sur del World Trade Center, la seguridad, la lógica de los hombres, lo conocido. A una altura de 415 metros (digamos, tres veces el hotel Westin; digamos, cinco caídas consecutivas del puente Villena), Petit y su pértiga recorrieron ocho veces los casi 60 metros de distancia entre las Torres Gemelas, como traduce en sus memorias, “un recorrido cíclico. La dicha repetitiva de la exploración la misma, nunca la misma. Una travesía. El peregrinaje de un mortal y un mortal peregrinaje. Un viaje mitológico”. Caminó, se arrodilló, se echó al sol, ingrávido ante el desconcierto y la conmoción de miles de neoyorquinos. Un acto de gran belleza, imposible de explicar.

En el 2008 se estrenó “Man on Wire”, un fantástico documental sobre la aventura que ganó el Óscar. El año pasado Robert Zemeckis retomó la historia en “The Walk”, una adaptación hollywoodense de las memorias de Petit. Este no ha dejado de pasear su talento, de escribir, de enseñar y, sobre todo, de caminar sobre el cable. Sumando lo recorrido, le habría dado ya una vuelta completa al mundo.

El ex gimnasta Mikhail Bobitko deslumbra sobre el alambre del Gran Circo de Rusia. Practica al menos dos mil veces cada acto antes de mostrarlo, y explica que ganarse la vida arriesgándola cada tarde es, precisamente, la forma de vida que ha elegido. Que decir que no se tiene miedo cada vez sería mentir, pero que es bueno y útil. Que su equilibrio físico no es sino la traslación de uno espiritual. Que si tuviera hijos, y estos decidieran seguirle los pasos allá arriba, no se preocuparía, pues significaría que ellos también serían personas equilibradas. Por su parte, Johel Roque y sus hermanos forman la tercera generación de una familia de malabaristas y funámbulos. Él y sus tres hermanos realizan distintas performances en los espectáculos de La Tarumba, llegando a subirse los cuatro a la vez sobre el alambre. Dice que en ninguna parte se siente tan cómodo y feliz como ahí. Que a él también su trabajo le da miedo, pero que lo que le daría terror sería no escuchar los silencios expectantes previos a los aplausos. Que el truco está en confiar: en sí mismo, en su habilidad, en su elemento. 

Hace dos mil años Marco Aurelio sugirió el uso de colchones para aliviar no el impacto de la gravedad, sino la gravedad del impacto. Sin embargo, los artistas del milenario jultagi coreano; los hermanos Burattini deslumbrando Europa en el siglo XVI; María Spelterini cruzando sobre el Moscova y el Niágara a fines del 1800; o recientemente el chino Aisikaier Wubulikasimu transitando entre dos globos aerostáticos o recorriendo cientos de metros de espaldas y con los ojos vendados rechazaron cualquier forma de protección por considerarla trampa, una mancha en su obra.

¿Es lo mismo aquello que realizan, por ejemplo, esos muchachos que hacen morisquetas en las cornisas de los rascacielos para grabarlas y compartirlas en las redes sociales, o la escalada del tipo que trepó hasta el piso 21 de la Torre Trump con lo que hace un funámbulo? No. Eso es exhibicionismo, regodeo en el peligro y en la inquietud del espectador ante la posibilidad del desastre, solipsismo 2.0. La falta de vértigo no convierte a uno en artista. Desde el alambre el equilibrista produce una sensación de libertad infinita, interpreta en el cielo y en un escenario de pocos centímetros de ancho lo que los demás apenas haríamos en el piso, un acto forzado y a la vez natural cuyo encanto radica en su perfecta inutilidad, enfatizando nuestro impulso estético. A propósito, en “¡El arte o la vida!”, su ensayo sobre la obra de Rembrandt, Todorov concluye que fue la búsqueda incesante de perfección estética, y no de excelencia ética, el acicate vital del pintor. Su obra le exigía una entrega total: “para ser capaz de develar la verdad del mundo debía estar preparado para alejarse de los hombres. Es como si solo el egocentrismo pudiera asegurar la generosidad de sus creaciones, como si solo el sacrificio de la vida pudiera garantizar la inmortalidad del arte”. Cuando vemos a un hombre caminar sobre un cable, algo de nosotros está arriba con él, a su lado. A diferencia de otras disciplinas performáticas, el equilibrismo no necesita mediadores ni explicaciones. El arte es el propio acto.

Que Auster le haya dedicado un texto a Petit en un libro sobre creadores como Celan o Mallarmé es por la afinidad entre poesía y funambulismo, ambas sin “uso práctico”, suspendidas en el aire, y provocando, a la vez, emociones únicas, rechazando la muerte sea encarnándose en las palabras o haciendo belleza con el cuerpo. El equilibrista, como el poeta, escribe figuras en el cielo. Se basan en la emoción de contemplar el vacío.

Igual, para quienes somos incapaces de caminar media cuadra sin salirnos de la línea divisoria de las veredas una pregunta sigue pendiendo en el aire: ¿por qué? El escritor, filó- sofo y escalador Enrique Prochazka, explicando su propia temeridad, cita el Bushido con ironía: “‘Si vas a combatir hermosamente, debes desterrar de tu mente la idea de sobrevivir’. En ese estado se logran grandes cosas y además, a veces, se sobrevive”. El psicoanalista Jorge Bruce dice que sintoniza con los funámbulos “que se empeñan en desafiar la gravedad, la inercia, la cordura. Es un sueño infantil, análogo a la fantasía de volar. Pero en algún lugar de esa ligereza, de esa búsqueda de libertad, se agazapa la pulsión de muerte. Es con ese llamado silencioso que se juega la partida. Es una lucha antigua y mitológica en la que todos podemos reconocernos”. 

El equilibrismo no es un arte mortal, sino uno vital, de una vida vivida con plenitud; lo que equivale a decir que no se esconde de la muerte, sino que la mira directamente a los ojos”, decía Auster. Philippe Petit sigue viviendo en Nueva York, extrañando las torres, sus torres, que la demencia de quienes no aman la vida fulminaron en setiembre del 2001.

Contenido sugerido

Contenido GEC