El Premio Nobel de la Paz se entrega en la ciudad de Oslo, a 524 kilómetros de la glamorosa ceremonia que se celebra en Estocolmo. Allí no se baila el vals ni se escuchan los conciertos de gala que se escuchan en Suecia para los galardonados en ciencias o literatura. En Noruega, las premiaciones pueden ser tristes, con la silla del laureado vacía, al encontrarse privado de su libertad o impedido de salir de su país.
No lo fue así para el médico y activista Carlos Umaña (Costa Rica, 1975), líder de la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, que en el 2017 recibió el Nobel de la Paz por conseguir el respaldo mundial para la adopción del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares. Para él, aquella noche en Oslo, con cientos de activistas ocupando el Museo Nobel de la capital Noruega, fue una de las más alegres de su vida.
El premio llegó en el mejor momento, cuando su organización, confiesa, se había quedado sin fondos y cerrado su oficina en Ginebra. “Cuando se ganó el Nobel, cambió todo, especialmente cómo la gente nos veía: para los diplomáticos, éramos activistas precarios queriendo venderles una idea... ¡Luego éramos premio Nobel!”, comenta divertido. En efecto, tras la decisión del comité noruego del Nobel, se abrieron para él y su equipo muchas puertas para difundir su mensaje antinuclear. “Para nosotros hay un antes y un después del Nobel”, afirma desde San José, la capital de Costa Rica.
—¿Qué podemos hacer los latinoamericanos ante un tema como el desarme nuclear, que a muchos puede parecer lejano?
Las armas nucleares son una amenaza existencial para todos. Ese fue el gran cambio que supuso el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (T-PAN): que los países no nucleares tomaran conciencia de que son parte interesada en el desarme. Se trata de una construcción colectiva, que requiere de un trabajo social enorme, es un cambio de paradigma. Por mucho tiempo se consideraron las armas nucleares como un símbolo de estatus, poder y prestigio. Para lograr su abolición, el primer paso es cambiar el discurso: En lugar de símbolo de poder, las armas nucleares deben ser consideradas el peor de los males. Y que los países que las ostentan no son ‘potencias’, sino más bien ‘amenazas’.
—¿Porqué olvidamos el peligro nuclear que teníamos tan bien identificado en los años de la Guerra Fría?
Tras la caída de la Unión Soviética, la gente pensó ingenuamente que el desarme iba a llegar y siguió con su vida. Dejó de pensar en ello como un problema. Las nuevas generaciones han convivido con las armas nucleares toda su vida. Así, la amenaza se vuelve algo más abstracto y difícil de conceptualizar en un mundo multipolar. Asimismo, es un tema que no entraba en la pauta noticiosa. Recién ahora, con la guerra en Ucrania, se habla mucho más fuerte y empieza a filtrarse en la cultura ‘mainstream’.
—Con películas como “Oppenheimer”, por ejemplo...
Así es. Aunque deja por fuera a las víctimas de estos ensayos, la película es importante porque puso el tema sobre la mesa. Pienso también en series de Netflix, como “Fallout”, por ejemplo, o el libro “Nuclear War: A Scenario”, de la periodista Annie Jacobsen, que pronto llevará al cine Denis Villeneuve. Su libro cuenta qué sucede en un escenario de guerra nuclear donde Corea del Norte ataca a EE.UU. Es la historia de los 72 minutos que dura la guerra nuclear y de sus posteriores consecuencias climáticas. Mucha gente lo está leyendo.
"Por mucho tiempo se consideraron las armas nucleares como un símbolo de estatus, poder y prestigio. Para lograr su abolición, el primer paso es cambiar el discurso".
Carlos Umaña , premio Nobel de la Paz.
—¿Por qué 72 minutos exactos?
Según el escenario que Jacobsen plantea, a un misil balístico intercontinental le toma 26 minutos llegar de Corea del Norte a Estados Unidos. Antes de caer, EE.UU. tiene seis minutos para responder una vez detectado. El problema es que, cuando EE.UU. lance su contraataque, sus misiles deberán pasar por el Polo Norte, sobre Rusia. Y eso se presta para muchos malentendidos. Rusia lo entiende como un ataque directo y ataca a EE.UU. antes de caer los misiles norcoreanos, lo que desencadena otro contraataque estadounidense. Todo ese intercambio suma 72 minutos.
—En 1947, los científicos plantearon la imagen del “reloj del apocalipsis”, donde la medianoche representa la destrucción total de la humanidad. Has señalado que nunca hemos estado tan cerca del fin como ahora. ¿Qué hace que nos encontremos en momentos tan álgidos?
El riesgo tan alto se debe a tres factores: la retórica incendiaria de los líderes de los estados nucleares, las consecuencias de la crisis climática y la creciente dependencia de los sistemas automatizados en las armas nucleares. Actualmente, hay unas 12.000 ojivas distribuidas entre los nueve países nucleares. Y de esa cantidad, 2.000 están en estado de operatividad máxima, listas para ser detonadas. ¿Qué lo determina? Los sistemas de detección de ataques. Con más tecnología, estos sistemas deberían ser más precisos, pero no es así. Son susceptibles a errores técnicos, humanos y ciberataques. Se sabe que, por accidente, estuvimos en seis ocasiones a punto de una guerra nuclear.
—¿Puedes darme un ejemplo?
El más famoso ocurrió en 1983, cuando el satélite ruso Tundra detectó un destello nuclear y lo interpretó como un ataque estadounidense. Quien tomó la señal como una falsa alarma fue el general Stanislav Petrov, quien por pura intuición decidió no proceder con el contraataque. Salvó al mundo y filmaron una película sobre él. ¿Pero qué pasaría en un contexto de guerra como en Ucrania, donde Putin y la OTAN se lanzan amenazas nucleares explícitas?
—El T-PAN fue firmado en la ONU por 93 países, pero sin ninguna de las potencias nucleares. ¿Tan difícil es sentarse con ellas?
Desde que se empezó a hablar de la prohibición, el T-PAN sufrió su desdén y su abierta oposición. Hay que entender a la comunidad internacional no desde una visión binaria, (países nucleares y no nucleares), sino en las diferentes relaciones que cada país tiene con las armas nucleares. Pensemos en una cebolla: en la capa externa están los países sin armas ni alianzas militares con países nucleares: casi toda Latinoamérica y el Caribe, África y el sudeste asiático. Capas más adentro están los países que no tienen armas pero están bajo el denominado ‘paraguas nuclear’, alianzas militares con los países nucleares. Allí están los 32 países de la OTAN, Corea del Sur, Australia y Japón. Finalmente, están los países nucleares, con EE.UU. y Rusia al centro. La estigmatización de estas armas avanza en esa dirección.
—En el Hay de Arequipa darás un testimonio optimista de esta lucha antinuclear. ¿Cuáles son tus razones para tener fe en el desarme nuclear?
Cuando empezamos con esto en el 2012, eran pocos los países que se atrevían a hablar de la prohibición, pues desafiaban a los grandes poderes militares y económicos. Cuatro años después se estaba negociando el tratado con la gran mayoría de la comunidad internacional. Soy optimista porque estoy viendo este cambio. El desarme nuclear no es algo que se gesta en las cúpulas de los países nucleares. Es al revés: es la gente la que cambia este discurso. Una vez que se genera este cambio, es imparable.
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