Con el cine, ni el espacio ni el tiempo son ya metáforas o símbolos. Son experiencias concretas. Por eso, para muchos teóricos del séptimo arte, una película es un verdadero ‘viaje’ en un sentido muy alejado de lo meramente ‘turístico’: con algunas cintas el espacio y el tiempo –o los compuestos de espacios-tiempos, porque finalmente no podemos experimentar a uno sin el otro– se dilatan o se contraen, se hacen infinitamente pequeños o infinitamente grandes, en fin, nos dan percepciones nuevas sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre el cosmos, o nos hacen pensar en cómo lo más milagroso se esconde en lo más cotidiano.
Pues bien. Algunos se preguntarán, mientras leen estas líneas, qué tiene que ver una película de superhéroes de Marvel con estas disquisiciones filosóficas. Pues bien. Tiene que ver. Y mucho. Porque con “Ant-Man”, el cine como divertimento irreverente vuelve a reconciliarse con la experimentación filosófica, desde el momento en que el tema del filme es la puesta en suspenso de aquella ‘realidad’ que hemos convenido en asumir y compartir. A la vez, quien nos lleva de la mano por esta travesía barroca en la que cada pedazo de metro cuadrado puede convertirse en una galaxia interminable no es Virgilio ni Sócrates, sino Paul Rudd, el típico “amigo del barrio” –con mucho de ‘payaso’ entrañable y sensible– al que hemos visto en algunas de las mejores comedias norteamericanas de los últimos años.
En efecto, Rudd es nada menos que Scott Lang, padre de familia caído en desgracia al haber atentado cibernéticamente con una corporación de dudosas prácticas financieras. Al pasar un tiempo en prisión, pierde a su pareja, que ahora vive con otro hombre, y a su pequeña hija. Además, ya fuera de la cárcel, debe conseguir dinero para cumplir con los montos de manutención de su hija para poder visitarla. Un antihéroe en toda la acepción de la palabra, solo que expurgado de solemnidad, y más bien reconcentrado en su condición de perdedor irredimible.
Pues bien, todo parece ‘realista’ hasta que el destino de Lang tropieza con el del Dr. Hank Pym (Michael Douglas), científico que inventa un traje con el cual uno podría empequeñecer hasta adquirir el tamaño de una hormiga. Es aquí cuando la comedia, de sutiles flancos dramáticos, se encuentra con todo tipo de vivencias fantásticas. Laberintos del cine que también son los de la plasticidad de la materia y que, a fuerza de ser extremos, nos conducen, como ya anunciamos al inicio, al asombro genuino respecto a la naturaleza o las fronteras de eso que llamamos mundo, solo que en el mejor tono de un surrealismo irreverente –tono legítimo en la medida en que el guion se atreve a sonreírle a la alta cultura, sobre todo cuando ese secundario de lujo que es Michael Peña habla de su admiración por la pintura de Rothko.
Y si el ropaje es el de una comedia de acción y la sustancia es un juego de laboratorio algo enloquecido con las relaciones entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, podemos decir que “Ant-Man” alcanza una modesta pero efectiva cuota de angustia existencial al tocar el tema del sacrificio. Uno que está modulado sin golpes bajos al corazón y, más bien, con un vértigo que hace recordar, por un momento, a aquella célebre aventura interestelar, de tintes psicodélicos, de “2001, odisea del espacio”, de Kubrick.
Por último, mencionaremos que Lang, por supuesto, debe enfrentarse a un villano (Corey Stoll), que resulta es también un discípulo torcido de Pym. Pero lo más interesante es el trasfondo: las fuerzas corporativas totalmente inescrupulosas frente a las exigencias morales en la creación científica. Es decir: la tentación del poder absoluto detrás de la manipulación de la naturaleza. Tema muchas veces visto, pero que asoma en “Ant- Man” con una proximidad mayor, debido al tono de cotidianidad impreso en los personajes principales.
Precisamente parte del encanto del filme es ese grado de anarquía, de ir contra los parámetros que se han ido construyendo alrededor de las películas de superhéroes, quizá muy apegados a cierta estética ciclópea y grandilocuente –emparentada con esa especie de nuevo Olimpo que conforman, por ejemplo, “Los Vengadores”–, y que felizmente está siendo transgredida desde dentro por directores como Joss Whedon, y ahora, sobre todo, con esta verdadera ‘intelligentsia’ de la comedia que integran, aparte de Rudd, los guionistas Edgar Wright (“Shaun of the dead”) o Adam McKay (“Anchorman”).
Hay algunos personajes que convencen menos, como la hija de Pym, mujer de carácter que interpreta Evangeline Lilly y que parece resentir cierta frialdad o distanciamiento. También es cierto que Corey Stoll pudo estar mejor aprovechado. Aspectos que no empañan los mejores momentos del filme y, sobre todo, esa capacidad permanente de fresca subversión que le ha impreso el grupo creativo, muy bien escogido por la casa Marvel, así como el director, Peyton Reed, que con seguridad ha logrado nuevas posibilidades para el género.