Una grata sorpresa es sin duda el estreno, vía Netflix, del primer largo de Melina León. Se trata de “Canción sin nombre”, una de las pocas películas peruanas de ficción que logran reconstruir una época caótica, oscura y convulsa, como la de los años ochenta, con una imaginación, delicadeza y refinamiento –sin la ayuda de grandes presupuestos– que no veíamos desde “Las malas intenciones” (2011), de Rosario García-Montero.
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“Las malas intenciones” era una cinta a color que retrataba a una familia adinerada, asediada por la inseguridad generalizada, donde los signos siniestros de Sendero Luminoso aparecían por todas partes. “Canción sin nombre”, en cambio, opta por el blanco y negro, y emplaza la mirada desde los migrantes ayacuchanos que se instalan en la periferia de Lima, que trabajan y malviven en las condiciones más precarias que uno pueda imaginar.
La protagonista es Georgina (Pamela Mendoza), quien trabaja vendiendo legumbres en el mercado, está embarazada, y no cuenta con dinero ni ayuda de su pareja, quien debe ausentarse constantemente. El ofrecimiento de ayuda hospitalaria gratuita para el trabajo de parto, conduce a Georgina a una aventura solitaria y desoladora hacia el centro de Lima. Una odisea terrible y trágica que termina con el hurto de su bebe recién nacido.
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Lo más logrado del filme está en su primera mitad. Sobre todo, en el trayecto que tiene como culminación dramática al parto y la separación forzada de madre e hija. Aunque lo más desolador quizá sea la posterior lucha de Georgina por dar con los responsables del crimen, o por conseguir una reacción de las autoridades policiales y judiciales, cuya indiferencia y silencio trasmite un horror pocas veces visto en el cine nacional.
Lo que se consigue a medias, en cambio, es el desarrollo de todas las historias que la película quiere abarcar. El problema del filme es su dispersión.
Melina León, junto con Inti Briones –uno de los mejores fotógrafos de América Latina–, acierta en la búsqueda de un estilo visual muy alejado de los estándares anodinos del promedio del cine narrativo convencional. La elección del formato cuadrado, que remeda al de un viejo televisor del pasado, y el soporte fijo –también como en el cine antiguo– otorga una sensación de lejanía temporal, pero también permite aislar a los personajes, y cercarlos, agobiarlos casi con un efecto deliberadamente claustrofóbico.
El blanco y negro de Briones, por otra parte, tiene un contraste fuerte, con afición por captar ese velo dulce y triste, entre blanco y gris de Lima, cercano al fotoperiodismo de los años ochenta. León busca remarcar la soledad, con encuadres que, conforme pasa el tiempo, se hacen más lejanos, además de colocar a su protagonista desde perspectivas que la empequeñecen, que le dan ese lugar de marginalidad al borde de la desaparición.
Lo admirable del filme es la sutil expresión audiovisual de la existencia subalterna, invisibilizada hasta el miedo y el pánico, de mujeres y hombres que por pertenecer a la franja más vulnerable de la población –andina, migrante, analfabeta–, se enfrentan a los atropellos más cruentos de los derechos humanos, con la total apatía social y estatal. La comunicación del dolor insondable de la madre es, en ese sentido, un logro mayor.
Lo que se consigue a medias, en cambio, es el desarrollo de todas las historias que la película quiere abarcar. El problema del filme es su dispersión. Este es el caso de Pedro (Tommy Párraga), periodista homosexual que investiga el caso de Georgina. La gesta de Pedro es apenas esbozada, y le quita espesor a nuestro acompañamiento de la protagonista, sin que el filme pueda concentrarse en ninguno de los dos. Aún con estos problemas, se trata de un filme personal, inteligente y muy sentido, que no debe perderse.

LA FICHA:
Título original: Canción sin nombre.
Género: drama.
País y año: Perú/España/EE.UU./Chile, 2019.
Directora: Melina León.
Actores: Pamela Mendoza, Tommy Párraga, Lucio Rojas, Lidia Quispe.
Calificación: ★★★
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