El olor a cigarro es también el de la muerte que le pisa los talones. Su mirada sigue en blanco y su barba continúa descuidada. Su aversión a la humanidad se ha agudizado: pasar tanto tiempo confinado a una pequeña habitación de un penal se ha convertido en su cruz. Django rara vez abre la boca. Cuando lo hace es para marcar territorio.
Ha pasado un año desde que el pistolero perdió a su hijo mayor. Es verdad que el que a hierro mata, a hierro muere, que Montana se buscó ese final, pero la sensación de ser el causante de la tragedia lo ha llevado a aislarse. Para él no hay redención. La única forma en la que él saldrá de la cárcel es un cajón.
Allí, en medio de su exilio, una noticia llega a sus oídos: Salvador, el menor de sus hijos, está metido en peleas ilegales y está destacando. Pronto, se dice, será fichado por el ala armada de un político del Callao que ofrece beneficios a cambio de servicios y fidelidad. Django no lo va a permitir y se las ingeniará para proteger a su familia y, si tiene suerte, las cosas saldrán mejor que la última vez.
Pero todo apunta a que no. "Es que él no es un tipo bueno para estar en contacto con sus sentimientos ni tampoco para usar las palabras. Él trata, pero no es hábil con las relaciones y no sabe cómo llegar a sus hijos. Eso se nota claramente con Montana y los 20 años de su vida que estuvo ausente, razón por la que lo pierde". Giovanni Ciccia, quien lo ha interpretado en la pantalla grande desde el 2002, sabe que la conducta de Django –aunque motivaba por un fin noble– no deja de ser errática y hasta autodestructiva. "Tanto en 'Sangre de mi sangre' [2018] como en la nueva, 'En el hombre del hijo', se ve a un hombre que se vive entre la depresión y la desesperación. En la anterior entrega él volvió a delinquir por la desesperación de salvar a su hijo y terminó perdiendo. Fue una torpeza gigante, terrible, trágica. Ahora tiene la oportunidad de saldar esa deuda que tiene consigo mismo y hacerlo bien. Pero la única habilidad que tiene este hombre es la de robar".
¿Será que Django maldice todo lo que toca? En la tercera entrega de la saga, "En el nombre del hijo" –que se estrena este jueves–, hay una propuesta de salvación. "Pero implica un sacrificio", sentencia Ciccia.
–TE HABLO DESDE LA PRISIÓN–
Las caminatas de Giovanni Ciccia se volvieron un ejercicio de observación. Las carteras eran lo que más llamaban a sus ojos. Se trepaba a micros y buscaba cosas que podía tomar y huir, hasta el punto de estar cerca de hacerlo. Más que un estudio antropológico, el coqueteo con el robo era para encontrarse con la codicia, acceder a ese impulso que llevaría a cualquiera a hacerse con algo que no le pertenece. "Para empezar a trabajar a Django en el 2002 fue también fue fundamental conocer al hombre detrás de la ficción, Oswaldo González, ver sus gestos, su mirada –recuerda el actor–. También me nutrí de imágenes como la misma 'Django' de Franco Nero o de Clint Eastwood y sus personajes enigmáticos, tan quietos".
Para hacer la secuela, “Sangre de mi sangre”, Ciccia se la pasó viendo fotos de Emanuel Soriano (Montana, en la ficción) cuando era pequeño e imaginando que él era su hijo. “Cuando uno tiene hijos no es difícil entender lo doloroso que puede ser la pérdida de uno. Eso, además de mucha música, fue nutriendo mi trabajo, pero es un proceso largo y lleno de detalles”.
En "En el nombre del padre", la cinta con la que se concluye la trilogía, Django es un hombre que no se deja controlar por sus instintos, sabiduría que le han dado los años. La resolución de su vida es que mejor les va a quienes ama cuando está lejos, pero aunque sabe que es verdad, también sabe la contradicción que supone la ausencia de un padre. Salvador, ahora, es la nueva víctima.
–¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?–
Salvador (Brando Gallesi) es respetado en la calle. La gente del Callao saben quién es: hijo de Django, la leyenda; hermano de Montana, el respetado sicario; el que mató al Chamaco, otro temible sicario; y un buen contrincante en las peleas ilegales. "Por no haber tenido a su hermano o a su papá, le tocó vivir en la calle y se ha vuelto un chico muy diferente al que solía ser –cuenta Gallesi–. Pero no es un delincuente, sigue teniendo la misma esencia, sigue viviendo con su mamá, pero ahora es más callejero y está metido en cosas ilegales".
Gallesi anota que su personaje, a diferencia de Django y Montana, sí tiene esperanza para salvarse. "Puede vivir en un lugar jodido, su familia puede estar jodida, pero hay bondad en su corazón. Si bien él mató a Chamaco, lo hizo en defensa propia y para que no le hiciera nada a su mamá. Es verdad que después se cree un matón, pero quizás si le das la oportunidad de repetirlo no lo haría".
Pero lo que mueve a Salvador es la venganza, el querer recuperar a su sobrino, quien desapareció cuando Magda (Stephanie Orúe) traicionó a Montana y se fue del país. Su papá no está dispuesto a ayudarlo, por lo menos no en sus términos, así que él siente la necesidad de tomar el toro por las astas. Django, lastimosamente, no podrá convencerlo de desistir de sus planes.
Porque quizás la cruz de todos los González de esta película sea su testarudez y cómo, sin importar los argumentos o la realidad, sus impulsos cobran mayor valor. Resuenan entonces las palabras de Manuel Manco (Sergio Galliani), cuando capturó por primera vez a Django, quien altanero por la juventud se ufanó de haber resuelto su vida y la de los suyos.
–Tengo una buena casa, tengo a mi hijo en un buen colegio y mi calato nunca va a pasar hambre. Y si todo eso lo tengo que conseguir con un fierro, ¡qué chucha! Mi hijo va a ir a la universidad. ¡Va a ser alguien, carajo! No va a terminar como nosotros.
–Estás mal, compadre. Las cosas no son así –respondió Maco–. Si quieres salir adelante tienes que trabajar. Si no, ¿dónde está tu casa bonita? ¿Dónde está el colegio de tu hijo? Vas a ir preso. Ya no tienes nada y no eres ni mierda, ni papá ni esposo. Pero a mí nadie me va a quitar nada".
Las palabras de ‘Manolo’ marcaron el final de “Django: la otra cara" (2002) como una suerte de vaticinio de la terrible vida que le tocaría al pistolero. Django, en efecto, jamás pudo vivir tranquilo.