Escribía el escritor Alberto Moravia en el inicio de su novela “La romana”: “A los diecisiete años, era yo una verdadera belleza (...) Mi madre decía que parecía una Virgen. Un cuerpo como el mío, decía, no se encontraba en toda Roma”. La autoconciencia de la protagonista de una de los más descarnados testimonios literarios sobre la miseria moral de la Italia de la postguerra, el descarnado relato de una joven llevada al meretricio por su propia madre, podría ser también la descripción física de Gina Lollobrigida, actriz que, justamente, encarnó al personaje en el filme homónimo rodado por Luigi Zampa en 1954.
Fallecida ayer a los 95 años de edad en su casa de Roma, la actriz fue el paradigma de la belleza robusta; erguida y formada como una estatua, “la Lollo” destacó en la Italia de los años cincuenta, en un cine pródigo en bellezas de pálido semblante. Cuando tras el fenómeno del Neorrealismo italiano, momento en que se retrató el caos y la confusión de la Italia al final de la guerra, los productores de la época buscaron, para conquistar la taquilla extranjera, mantener la capacidad de poner en la pantalla personajes encontrados en la calle y hacer de sus historias anónimas se convirtieran en espejo de una condición colectiva, pero también apuntar a la belleza femenina como bien nacional, descubriendo y valorizando nuevos rostros y cuerpos. Es la época de grandes divas como Lucía Bosé, Eleonora Rossi Drago, Silvana Pampanini, Ivonne Sanson, y especialmente Sophia Loren y Gina Lollobrigida, cuyos atributos dejaron huella en los corazones y fantasías del gran público.
Se dice que fue por “la Lollo” que el cineasta romano Alessandro Blasetti acuñó el malicioso término “maggiorata”, que definía por extensión a un grupo de actrices, en gran parte reclutadas a través del concurso Miss Italia, que brillaban más por sus dones físicos que por sus habilidades actorales, aunque otros autores le dan a Vittorio De Sica la paternidad del término. Lo cierto es que en cuanto los dones físicos que celebra el término no hay discusión: prósperos pechos y amplitud de caderas en las que fueron verdaderas bellezas botticellianas. Se trata de nuevas medidas que marcan una agresiva exhibición del cuerpo, un anuncio del destape a verse en la década siguiente, con la aparición y triunfo del bikini.
Como apunta el crítico Ricardo Bedoya, Lollobrigida fue una de las maggiorate con las que el cine italiano de la posguerra encandiló a la taquilla internacional. “El viacrucis del hombre neorrealista que busca su bicicleta en una Roma sin glamur, fue reemplazado por los notorios perfiles de Gina, Sophia Loren, Silvana Mangano, entre otras figuras de talento y encanto que recorrieron una Italia de estampas costumbristas y mucho color local. De paso, se dieron una vuelta por Hollywood”. Para el destacado crítico, la actriz pasará a la historia en papeles tan inolvidables como la ya comentada “La romana”, en “Pan, amor y fantasía” (Luigi Comencini, 1953), “Trapecio” (Carol Reed, 1956) o, añade, poniendo de vuelta y media a Yul Brynner en la improbable “Salomón y la reina de Saba” (King Vidor, 1959).
En efecto, será durante toda la década de los años 50 que el mundo asistirá, fascinado, al florecimiento de divas que logró, por buen tiempo, equilibrar la relación de fuerzas con el cine norteamericano. Ello permitió tanto a Lollobrigida como a Loren viajar a los Estados Unidos para reemplazar, con todo derecho, a las estrellas locales en la imaginación nacional. Gina Lollobrigida debutó Estados Unidos con La burla del diablo, a las órdenes de John Huston, y con compañeros como Humphrey Bogart y Jennifer Jones. Su fama creció película a película y la prensa dijo de ella que era La mujer más bella del mundo, título del filme protagonizado por ella junto a Vittorio Gassman. En aquellos años, la “Lollo” se dividía entre los estudios de Cinecittà de Roma y Hollywood, con trabajos inolvidables como “Beat the Devil” (La burla del diablo, 1953) con Humphrey Bogart, o “Trapeze” (1956) con Tony Curtis y Burt Lancaster.
Para el reconocido crítico Isaac León, la mejor Gina Lollobrigida es aquella muchacha que protagonizó las dos primeras películas del trío (que no, trilogía) de “Pan y amor”: “Pan amor y fantasía” y “Pan, amor y celos”. “En la tercera no estuvo Gina sino Sofía Loren, su más seria competidora en el universo de las divas italianas que tanto inquietaron al público, especialmente masculino, de los años 50. Gina lució en esos títulos, sencilla, pueblerina, entusiasta y decidida. Lo mismo en “Ana de Brooklyn”, “La ley” y “La romana”. Después de los años cincuenta ya no pudo competir con su par Sofía, pero queda en el recuerdo como esa diminuta (1.58 cm. de estatura) y bella actriz que contribuyó a las bondades no repetidas del cine italiano de entonces”, afirma.
Convertidas en embajadoras del cine italiano en el mundo, en los Estados Unidos ambas actrices tendían dos suertes muy diferentes. Para Sophia Loren fue la oportunidad para madurar y alcanzar la conciencia de su genuino talento, especialmente tras recibir el Óscar a los 26 años con “La Ciociara”. En cambio, para la Lollobrigida será el inicio de una lenta decadencia. Por más que lo intentara, no lograba encontrar un papel que le permitiera revelar algo más que las dimensiones de su personalidad. Aunque bellísima a inicios de los años sesenta, la Lollobrigida se encontraba en un temprano ocaso, viendo cómo la Loren su eterna rival siete años menor, ascendía tras firmar con la Paramount, mucho mejor ajustada a los nuevos cánones, a un cine en sintonía con los cambios, el emerger del mundo juvenil, la demanda de nuevos modelos de comportamiento.
Y es que, como señala la crítica Leny Fernández, Lollobrigida no anhelaba ser actriz, pero el cine quiso que fuera parte de su historia. “Su belleza le abrió puertas, aunque también obstaculizó que fuera más reconocida por su talento. Por ello, los premios importantes los alcanzó en su vejez, a pesar de haber brillado en películas de realizadores como Luigi Zampa, Jules Dassin, o Luigi Comencini. Hoy quiero recordarla en “La mujer de paja” de Basil Dearden, cinta en la que mostró la complejidad de su registro al dar vida a una enfermera que se debate entre la moral y la ambición, con momentos de fragilidad y fiereza”, afirma.
Sin directores e historias capaces de valorizarla en su fase más madura, la diva no quiso dedicarse a vivir de su propia leyenda: se alejó del cine a mitad de los años setenta y trabajó como fotógrafa de prensa, periodista y escultora. En 1978, visitó el perú, invitada por canal 7, para celebrar su primera transmisión en color. En el programa, sirvió de elegante anfitrión nuestro primer actor Oswaldo Cattone. En 1984, retornó al set de rodaje, esta vez televisivo, en la famosa serie “Falcon Crest”, en el papel de Francesca Gioberti. Entonces tenía casi 60 años y fue nominada a un Globo de Oro a la mejor actriz secundaria. Un triunfo muy dulce para ella, especialmente porque se trata de un papel que rechazó antes su odiada Sophia.
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