La premisa de “Samichay” es bastante sencilla: Celestino (Amiel Cayo) es un campesino que habita un pequeño pueblo de las alturas del Cusco. Allí, él debe lidiar con una hija adolescente que quiere un futuro en la ciudad, su anciana suegra que se aferra a las tradiciones, y el recuerdo de su esposa fallecida. Pero además de esas tres mujeres, cobra importancia en su vida la vaca que le da el título a la cinta, Samichay. Un animal con el que se encariña y que se resiste a vender para que sirva de mero alimento.
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Mauricio Franco Tosso es el director de este filme, su primer largometraje de ficción y una de las competidoras nacionales en el Festival de Cine de Lima. Una película que impacta por la fuerza de sus imágenes, y que a la vez conmueve por la simpleza de su propósito: una “búsqueda de la felicidad”, que es lo que significa samichay en quechua. A propósito de ello, conversamos con su creador.
¿Cómo surge la idea de tener como protagonista a una vaca?
Parte de la relación entre el humano y el animal, de la persona con su mascota. En la filmación de un documental, hace unos años, me tocó ver la discusión entre un padre y su hijo. Hablaban en quechua, así que yo no entendía. Pero fue tan fuerte la discusión que el padre lo mandó al hijo de regreso a la casa. Entonces yo, quizá un poco indiscreto, le pregunté qué había pasado. Y el padre me contó que el hijo le estaba diciendo que al carnero que tenían le había puesto nombre, pero el papá le decía que no tenía nombre. Hasta allí yo no entendía bien la situación, pero el papá me explicó que solo mascotas llevan nombre; que los animales de ganado, los que son para comer, no llevan. Y lo que pasaba es que su hijo no quería que maten al carnero. Es a partir de ese contexto que me interesó cómo se pueden generar vínculos entre una persona y un animal, y cómo a veces la vida te pone en situaciones difíciles como esa.
¿Tomaste como referencia alguna otra película sobre animales?
No exactamente de películas con animales protagonistas, pero sí había seguido mucho las películas de Satyajit Ray, por ejemplo, y algunas de Apichatpong Weerasethakul, donde hay presencia de animales. Y justo antes de filmar me cayó una película, “Bovines”, un documental observativo sobre vacas. Esa sí me sirvió para ver el tratamiento del animal. A nosotros nos habían dicho que para una película como esta teníamos que filmar con dos o tres vacas iguales. Pero entonces lo que hicimos fue preparar un ‘teaser’ para demostrar que podíamos trabajar con una vaca, y ese ‘teaser’ lo filmamos con la mamá de Samichay. Esa era una vaca sorprendente: tú le acariciabas la cabeza y te derramaba una lágrima. Lo anecdótico es que, dos años después del ‘teaser’, cuando fuimos a buscarla otra vez, estaba preñada. No podíamos filmar con ella. Así que la familia nos dijo que podíamos llevar a la hija, pero esta no tenía el carácter de la madre. Era más grande, más rebelde, un carácter totalmente distinto. Además no caminaba, sino corría. Hubo que cambiar todo el guion incluso.
Hablemos ahora del desafío de trabajar en quechua.
Es un desafío muy grande, sí. Filmar en un idioma que no conoces te lleva por otras rutas. Tienes que aplicar otros patrones, digamos. El guion está traducido al quechua, pero los comuneros y comuneras no leen ni escriben en quechua. Hay una falta de escolarización, desgraciadamente. Ahí ya teníamos dos circunstancias: que el guion no pudiera ser ni leído ni memorizado por los actores, y que yo no hablaba su idioma natal. Entonces yo hablé muchísimo con Amiel Cayo, que es el protagonista. Con él hemos trabajado esta película más de ocho años juntos, así que yo le dejé la potestad de la dirección de actores a él. Era más fácil que los actores se comuniquen con él a que yo les hable en castellano. Y eso a pesar de que ellos entienden perfectamente el castellano, pero no es lo mismo a que se desenvuelvan en quechua. Fue una dirección de actores experimental a través de Amiel, haciendo que todos entiendan la escena de una forma orgánica y la pusieran con sus palabras. Y les pedí que nunca dejaran de representar: si tenían sed, que beban; si querían caminar, que caminen. Amiel lo entendió y él rápidamente configuraba esquemas. Partimos de un precepto más documental. No con una puesta en escena, sino con una puesta de situación. Además de todo ello, nosotros nos preguntábamos desde un punto de vista sociológico y antropológico qué quechua hablaban, y llegamos a la conclusión de que debíamos poner el quechua tal cual lo hablaban en las comunidades, con sus defectos, deformismos, palabras prestas del castellano. No un quechua académico concretamente, porque la película no era una tesis ni una investigación.
¿Cómo fue el proceso de rodaje? ¿Se realizó todo en una sola localidad?
La búsqueda de locaciones pasó de ser una necesidad a un problema, sobre todo por el bajo presupuesto que manejábamos. Necesitábamos un sitio que tuviera todo cerca. Pasó de estar en Jauja a estar en Puno, y finalmente optamos por Cusco porque teníamos facilidades, pues yo siempre he filmado mis proyectos con equipo cusqueño. Luego había que definir en qué zona de Cusco, y una de las primeras decisiones fue irnos a las partes más altas, no por el valle. La búsqueda fue muy infructuosa, pero un día que nos paramos a descansar, apareció un campesino y le preguntamos si conocía a alguien que tuviera vacas, porque por esos días también estábamos haciendo el casting de vacas. Y él nos dijo “vamos a ver mis vacas, y si les gustan, me las alquilan”. Comenzamos a subir y no parábamos de subir y subir. Hasta que le preguntamos dónde estaba su casa y nos dijo “allá donde ves las alpaquitas”. En ese momento una de las integrantes de mi equipo me dijo que si el hombre decía que tenía alpacas, su casa debía estar por sobre los 4.000 metros de altura, porque ese es el hábitat de las alpacas. Cuando llegamos, analizamos pros y contras y, aunque había muchísimos contras, el pro era lo suficientemente bueno apara aceptar. Faltaban servicios higiénicos, luz, agua, postas médicas; pero hicimos un diseño de producción genial y no tuvimos más problemas. Hemos grabado en Quispicanchi, Canchis, Ocongate, Marcapata, y unas cuantas zonas más.
En el fondo, es una película sobre choques culturales, incluso generacionales, como el hecho de la hija que no quiere hablar el quechua y busca mudarse la ciudad. ¿Fue esa la principal motivación?
Sí, fuertemente. La primera motivación era navegar el choque del mundo rural con el mundo urbano. Por ejemplo, cuando hicimos el casting para buscar a la chica que interpretara a la hija del protagonista, pasó algo increíble: llegaron un montón de chicas muy maquilladas, con su mejor ropa. Pero cuando les dijimos que el casting era en quechua, nos dijeron que no sabían hablar. Hasta que llegó uno de los papás, les habló fuerte, y ahí mismo se pusieron a hablar en quechua. Entonces realmente pasaba lo mismo que el personaje: que las chicas no querían hablar su idioma. Pero más adelante, en un ‘workshop’ que hice para la película, recibimos un bofetadón. Yo había ido con el precepto bien claro de que no quería trabajar la historia con una mirada paternalista, centralista, colonizadora. La mirada de un hombre blanco, burgués. Y eso lo expresé muy claro en mi proyecto. Sin embargo, al mismo tiempo yo había puesto que esa era la última generación de mamachas, y que había que conservar esos vestuarios y tradiciones. Allí fue que una directora española, Virginia García del Pino, muy lúcida ella, nos dijo: “¿ustedes les han preguntado a las chicas si quieren seguir vistiéndose así? ¿Si quieren seguir escuchando esa música?”. Y eso fue algo que no habíamos hecho. Ella nos dijo que la cultura es un proceso vivo, que se transforma, y que el cambio es inexorable, la primera ley del universo. Entonces me hizo notar que estaba siendo incongruente con el proyecto. Por un lado decía que no quería caer en el paternalismo, y por otro ya estaba defendiendo esa mirada que pretende que las personas se queden casi como agentes de museo. Fue allí que decidimos que ese era el punto desde donde íbamos a mostrar la película: ese choque del mundo rural y el mundo urbano, en el que los cambios se van a dar sí o sí. Y así nos quedamos con ese discurso político y social de la película.
Sobre el tema estético, es una película audaz, en el sentido de definirse por el blanco y negro, los planos largos. ¿Esa propuesta fue la misma desde su concepción?
Si bien yo ideé la película a color desde el primer guion, al cabo de un año o un poco más se comenzó a convertir en blanco y negro. ¿Por qué? Porque queríamos separarnos del paisaje hermoso, de la postal idílica de los Andes. Queríamos mostrar que había altura, frío, humedad. Y es así que comenzamos a trabajar en el concepto de la ausencia del color, o cómo se vería la vida si le quitaras el color. Una vida de grises. Aparte, yo siempre pensé al paisaje como un personaje más. Teníamos mucha presencia de manera sensorial de los Apus, de los ríos, de la relación del viento con los árboles, de los cuatro elementos naturales. Nos basamos en el formato 2:35, el formato panorámico o del western. En ese sentido no es una película apretada. También planteamos que el personaje iba a tener un viaje interior y exterior, que iría desde lo alto de los Andes hasta el caos de la ciudad. Y pensé que el tratamiento de la cámara iría variando mientras bajaba, del Hanan Pacha al Uku Pacha, digamos. Y allí abajo las tomas comienzan a ser con cámara en mano, con planos más angostos, ópticas más cerradas. Pero no solo eso, pues también trabajamos el tempo del plano. Mientras bajábamos, el tempo de representación iba cambiando. Y pensábamos en el tempo andino, circular. Para eso me basé en una teoría de un presente continuo, en lo que todo sucediera a la vez: pasado, presente y futuro en un mismo instante.
El dato
“Samichay” puede verse en https://www.festivaldelima.com/2020/peliculas/samichay-en-busca-de-la-felicidad/
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