Podemos hablar de los problemas propios de América Latina, pero también de subjetividades, memorias activadas, identidad, duelo, visiones de la intimidad. El crítico de cine y docente de la Universidad de Lima Ricardo Bedoya muestra en su más reciente libro un esfuerzo por sistematizar 20 años de cine latinoamericano que bien podría considerarse un filme de género épico. Si usted, lector creía conocer el cine que se hace en la región, esta investigación remece esas certezas y nos muestra un panorama cambiante y diverso, lleno de nuevas voces y formas expresivas que han atenuado cualquier vínculo con el cine realizado el cine pasado. “Ha habido una explosión”, comenta Bedoya al reflexionar cómo si bien hace un par de décadas nuestro cine era perfectamente detectable y accesible a descripciones generales, las transformaciones recientes han operado cambios brutales. “Si anteriormente el cine latinoamericano más conocido se identificaba con las industrias más grandes, básicamente de Argentina, México y Brasil, ahora incluso países donde se hacía muy poco cine hay una producción consolidada”.
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¿Cómo explicarlo? Para Bedoya hay muchas razones. La irrupción de las cámaras digitales, el interés cada ver mayor de instituciones y gobiernos por vincularse al cine, las políticas de promoción ya consolidadas, el florecimiento de festivales y de fondos internacionales para apoyar a jóvenes cineastas. “Todo eso ha creado una movida que hace que el cine latinoamericano no sea solo el de los grandes nombres, Arturo Ripstein en México, Leonardo Favio en Argentina, o Raúl Ruiz en Chile, sino también de varias promociones de cineastas que están haciendo un cine muy interesante y sobre todo, diverso”, afirma el crítico.
¿Esos grandes nombres del cine latinoamericano han dejado algún magisterio, alguna huella, en la producción contemporánea de la región?
Yo creo que sí. Hay una tradición clara. Por ejemplo, un cineasta como Glauber Rocha en Brasil marca un estilo, un gesto, una tendencia. Leonardo Favio es una influencia muy clara en el cine argentino posterior en su independencia, en su capacidad para reinventar mitos populares. El cine mexicano clásico de los años 40 y 50 está presente en el cine actual, reformulando el melodrama mexicano como lo hace una película como “Miss Bala” (2011) de Gerardo Naranjo. Sin embargo, gracias a las posibilidades del Internet, los cineastas latinoamericanos de hoy se entroncan también con influencias de otros lugares, absorben ese cine que no se ve en las salas de cine públicas, como el cine asiático por ejemplo. La historia del cine dialoga siempre consigo misma. Por ejemplo, un cineasta como Michelangelo Antonioni, muy estimado en los años 60, pero que se le olvidó en las décadas siguientes, e incluso se le menospreció, cuando el cine experimentó una época de hiperactividad, la cultura de la rapidez estilo MTV. De pronto, como una reacción, en los años 90 aparecieron cineastas y estilos que reivindican lo que Antonioni vio: esa mirada del cine como un arte del tiempo, no solo de la acción. Entonces se comienza a hacer lo que algunos llaman “el cine de la lentitud”, un cine de la contemplación, de la observación. Algo muy notorio en el cine chino, un país que en su proceso de desarrollo económico ha visto transformarse su paisaje. Y los cineastas empiezan a registrar esos cambios, en el curso del tiempo. Y el cine latinoamericano toma esas estéticas.
En tu libro, apuntas otra tendencia: la de representar personajes a la deriva…
Así es. Sobre todo los jóvenes. Ya no son los jóvenes activos, en grupo de antes. Ahora son jóvenes que esperan, que están allí, que tienen expectativas. Lo vemos en sus gestos laxos, esperando que pase algo. Hay una gran cantidad de películas en esa línea, tal vez una de las más conocidas sea “25 watts” (2001) de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. En en filme vemos a jóvenes que pasan el tiempo, un sábado veraniego en Montevideo sin que ocurra nada. Es la visión de una juventud a la deriva, pero también de una temporalidad que debe ser registrada. No es un cine de la acción, sino de un tiempo que transcurre.
¿Esa “estética de la lentitud” es una abierta reacción al cine de acción de Hollywood?
Tal vez. Es una reacción a determinados estándares propuestos por Hollywood. Hay un cine mucho más personal, que se hace de un modo no industrial necesariamente, sin la posibilidad de multiplicar los efectos especiales. Juega más con la intimidad. Y la intimidad es aquello que lo liga con las nociones de espera, de expectativa, de incertidumbre, asuntos que se retoman y que tienen una expresión en la lentitud.
Señalas que otro tema fundamental en el cine latinoamericano reciente es la búsqueda de la identidad y la filiación.
La pregunta sobre los padres. Quiénes fueron, de quiénes somos hijos. Son temas muy interesantes, ya trabajados de alguna forma por el melodrama mexicano de los años cuarenta, pero que ahora se formulan por sociedades que han pasado por el trauma de la violencia. Es muy interesante.
¿Cómo el entorno histórico define ese interés de los directores?
Son circunstancias personales en sociedades que han vivido traumas terribles. En muchas películas en Argentina, por ejemplo, la pregunta tiene que ver con los padres desaparecidos. Sus hijos quieren entender qué pasó con ellos, ahora que son adultos, haciendo del cine un mecanismo de interrogación. Lo mismo pasa en Chile y en el Perú. Cuestionamientos que vienen de un trauma que enfrentan los cineastas jóvenes que se miran a sí mismos, explorando en los secretos familiares, en las cosas que no se decían.
Hemos hablado de coincidencias creativas en el cine latinoamericano de autor, pero hay una lamentable: hablamos de producciones, en su mayoría, invisibles en sus propios países.
Hay algunos directores que aparecen en el libro que hay tenido fama y hasta Óscares: Alfonso Cuarón, González Iñárritu, Guillermo del Toro. Hay directores latinoamericanos que han logrado tener una presencia en las salas comerciales o en Netflix, como fue el caso de “Roma” de Cuarón. Directores que tuvieron éxito de taquilla con magníficas películas como “Nueve reinas” (2000) del argentino Fabián Bielinsky. Pero son excepciones muy claras. Buena parte del cine latinoamericano solo se puede ver en festivales, muestras paralelas o plataformas. Y eso está pasando con todo el cine de autor, el más personal. Ese cine hay que buscarlo, no es de fácil acceso. Supongo que en los próximos años, ahora que las plataformas han adquirido una gran importancia en tiempos de pandemia, ese cine va a encontrar su espacio natural, lejos de las salas públicas, que cada vez más se encierran en un tipo de cine de entretenimiento popular, lo cual está muy bien, pero que se han convertido en un coto cerrado de Hollywood.
¿Cuánto crees que los festivales europeos tienen que ver también con la identidad actual del cine latinoamericano?
Sí, sí. Son muy importantes. Por un lado, los festivales permiten una cosa magnífica: ver películas de todas partes y estilos. Ahora que son virtuales, mejor aún. Pero por otro lado, los festivales que tienen estos mecanismos de apoyo a veces tienden a estandarizar, también. Los festivales están buscando las novedades, las cosas que están de moda, no masivas, por supuesto, sino para determinados círculos de programadores, curadores, críticos. Y las películas que aspiran a recibir apoyo de estos festivales tienen que pasar por ese filtro de élite. Allí hay un problema. A veces, uno siente que determinadas películas están muy filtradas por las comisiones de apoyo, por las clínicas de guiones, por esas fórmulas que se aplican. Sin embargo, todo eso es indispensable para la difusión del cine.
LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO
Sábado 5 de setiembre, 8 pm.
“El cine latinoamericano del siglo XXI: tendencias y tratamientos”.
Autor: Ricardo Bedoya. Participan Natalia Ames, José Carlos Cabrejo, y el autor.
Organiza: Universidad de Lima.
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