El más atractivo de los afiches promocionales de “La zona de interés” (“The Zone of Interest”) muestra únicamente la ilustración de una amapola –la flor que conmemora a los muertos de la Guerra Mundial–. Es un detalle artístico formidable, porque nos muestra con sencillez el gran contraste entre el rojo intenso de sus pétalos y el botón negro en el centro, que parece un abismo de insondable oscuridad.
La propia película de Jonathan Glazer está hecha de esos contrastes. Por un lado, el de sus protagonistas: la idílica familia de un comandante nazi que vive en una casa con jardín ubicada junto al campo de concentración de Auschwitz; por el otro, a la espalda del muro que circunda la casa, el espanto que no vemos pero que conocemos de sobra: el centro mismo del Holocausto, con más de un millón de prisioneros ejecutados.
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“La zona de interés” es una cinta notable por sus elecciones estéticas y morales. Si volvemos por un momento a la manoseada y menudo malinterpretada frase de Theodor Adorno –”escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”–, tendríamos que pensar que una película como la de Glazer no debería existir. Pero el Holocausto existió y aún sigue siendo necesario pensarlo, escribirlo, filmarlo.
El cineasta británico opta por retratar la barbarie nazi a través de uno de sus más cínicos y brutales ejecutantes: Rudolf Hoss. Y lo presenta junto a su familia. Es un hombre trabajador, metódico, extremadamente eficiente. Un tipo que trata a los animales con cariño, que se conmueve al despedirse de su pura sangre. Y que, sin embargo, habla sin empacho de exterminar judíos, de gasearlos hasta la muerte.
Aparte de esa película que Glazer graba con tomas casi siempre fijas, con planos abiertos y mucha luz natural, existe “la otra película” (así la ha llamado él mismo): aquella que oímos, el paradójico ruido de fondo de ese paraíso bucólico: un rumor constante que mezcla el crepitar de los hornos, los chirridos de las maquinarias asesinas, los alaridos de dolor y desesperación. A ese paisaje sonoro se suman, por contadas secuencias, la música compuesta por Mica Levi que agudiza la atmósfera del terror.
En el 2015, el director húngaro Laszlo Nemes estrenó su película “Hijo de Saúl”, otra notable obra sobre el Holocausto. En ella seguía a un prisionero dentro de Auschwitz que buscaba desesperadamente darle un ritual de despedida y sepultura al cuerpo de un niño que él toma como su hijo, sin serlo. La cinta estaba marcada por una cámara en constante movimiento, siempre pegada al protagonista, inmersa en la oscuridad del campo de concentración.
“Hijo de Saúl” luce como el polo opuesto de “La zona de interés”. Lo que ambas películas nos muestran bien podrían ser situaciones paralelas ocurridas de uno y otro lado del muro de Auschwitz. Pero sobre todo resaltan las aproximaciones artísticas con que Glazer y Nemes escogen retratar la violencia (de hecho, sería interesante preguntarles a ambos qué opina cada uno de la película del otro).
En todo caso, “La zona de interés” también nos interpela sobre la normalización del terror. Hay, por ejemplo, una comparativa interesante entre el trabajo de las sirvientas que se dedican a mantener impecable aquel hogar nazi –puliendo los baños, lavando la ropa– y las labores del personal de limpieza del Museo de Auschwitz en el siglo XXI (que observamos en el memorable ‘flashforward’ documental que sirve de epílogo a la película). Por razones claramente distintas, las dos escenas comparten el aspecto rutinario de la higiene, una disciplina de la pulcritud que podría leerse como metáfora de la “limpieza étnica” emprendida por el nazismo.
Por lo demás, todo en “La zona de interés” tiende a empujarnos hacia la oscuridad, como aquel botón de la amapola que mencionábamos al principio: los largos minutos de pantalla negra con que empieza y termina la película; las desconcertantes tomas en visión nocturna de una niña que clandestinamente reparte comida a los prisioneros; la perra negra que se mueve de un lado a otro rasgando el colorido del jardín; y la penumbra de los pasillos en que se sumerge el comandante Hoss en la escena final de la cinta, justo después de que unas inexplicables arcadas lo atacan. Acaso la náusea que le provoca su propia realidad.
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