Largometrajes planteados como una sola toma larga, sin cortes —que den la impresión de que la realidad se está mirando sin que nada se ‘arregle’ tras bambalinas—, hay más de uno. Por lo general, a veces se camufla uno que otro corte de edición, pero de tal manera que no se nota en el acabado final. Eso lo hizo Hitchcock con “La soga” en 1948. Y ahora lo vuelve a hacer otro británico, Sam Mendes, con su galardonada “1917”.
Pero Hitchcock no es el único precursor de Mendes. Existen propuestas contemplativas de ocho horas y cinco minutos como “Empire” (1964) de Andy Warhol —donde solo se ve, desde una toma fija, el edificio neoyorquino del título—, pero también tomas continuas de persecución, con ritmo frenético, al estilo de “Birdman” (2014) o de la fábula de terror uruguaya “La casa muda” (2010).
Si tuviera que elegir una película filmada con una toma continua, me quedaría con “El arca rusa” (Alexander Sokurov, 2002), especie de viaje onírico por la historia de Rusia a través de los pasillos del Hermitage. En ese sentido, la obra de Mendes y el fotógrafo Roger Deakins no es, pues, el hito tecnológico que muchos han querido ver. Sin embargo, esto no le resta méritos a la que sin dudas es una cinta cautivante por muchos motivos.
Una de las razones para admirar “1917” está en que algo la une con “El arca rusa”: una especie de perspectiva divina, allende el tiempo de los humanos. Una mirada de ángel, si se quiere, que le da a los hechos un halo pretérito; y que, en este caso, sobrevuela a dos solados jóvenes que deben llevar una carta, de una base militar a otra, para impedir que las tropas inglesas caigan en una trampa del bando enemigo en la Primera Guerra Mundial.
De ahí que los que no aprueban “1917” se centren en la extrañeza de que esta sea una cinta bélica. Y es que quizá no lo sea realmente. Mendes cuenta la aventura de atravesar la guerra, y no de hacerla en combate. Es más la experiencia de sortearla, de mirarla desde el lado de sombra, para lograr el objetivo trazado. En ese sentido, está en las antípodas de películas como “Pelotón”, “Salvando al soldado Ryan” o “Dunkerque”.
Hay entonces en esta cinta algo de mirar desde afuera, desde otro tiempo, una realidad infernal. Y esto plantea un problema moral, ético: ¿qué tanto debe comprometerse la cámara, desde el punto de vista emocional, en lo que muestra? Y en esto Mendes sale airoso de la prueba, porque su mirada de emplazamiento celestial también sabe estar con sus personajes: suele dejar la distancia y, en momentos climáticos, ver el drama de cerca.
Esta estética que va de la distancia a la proximidad ya la había ensayado Mendes en sus cintas sobre James Bond (“Skyfall”, 2012; “Spectre”, 2015), pero acá cobra una forma majestuosa con la toma sin cortes que persigue a los héroes. Para esto, hay que decir que esta también es la historia de una amistad, y de hacer algo por el otro: el soldado más joven quiere salvar a su hermano mayor, y el otro soldado debe honrar a su amigo.
Si “1917” no es una obra maestra, quizá se deba a que el tema —la guerra— es el más difícil, cruento y brutal de todos. Al terminar la cinta, uno tiene la impresión de que ha asistido a una experiencia más poética —que se debe en mucho al trabajo con la luz de Deakins— que dramática. Lo más conmovedor y desolador está en la escena del acuchillamiento de uno de los héroes. Pero la guerra implica más sufrimiento, y la mirada de Mendes es más evocadora o asombrosa que visceral o desquiciada. De todos modos, este sigue siendo un filme brillante y hermoso, que busca la experiencia de lo sublime, y que rehúye el efectismo superficial. “1917” merece mucha más admiración que sospecha.
LA FICHA
Género: drama, guerra.
País y año: EE.UU./Reino Unido, 2019.
Director: Sam Mendes.
Actores: George MacKay, Dean-Charles Chapman, Colin Firth, Daniel Mays.
Calificación: ★★★★