Mientras en casas y hospitales el coronavirus sigue matando por asfixia a miles de ciudadanos en todo el planeta, otros tantos salen a las calles a gritar ‘I can’t breathe’ (‘no puedo respirar’, las palabras que George Floyd pronunció una y otra vez en los últimos minutos de su vida). Sin distanciamiento social, desafiando la desescalada de la enfermedad en Europa, la indignación por la muerte de George Floyd en Minneapolis ha cruzado el charco y puede más que el miedo al contagio. Así, en las ciudades más grandes de Inglaterra, Francia, Portugal y España, y también en Canadá y Australia, las muchedumbres han salido para gritar ‘no justice, no peace’ (‘sin justicia no hay paz’) y ‘black lives matter’ (“las vidas negras importan”), haciendo eco de consignas concebidas en los Estados Unidos.
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Y mientras aquellas multitudes se arrodillan y se echan en el asfalto simulando la presión de una rodilla en el cuello, el escritor John Ridley escribe en el diario Los Angeles Times: “(’Lo que el viento se llevó’) es una película que, cuando no ignora los horrores de la esclavitud, se detiene solo para perpetuar algunos de los estereotipos más dolorosos para las personas de color del sur”. Los directivos de la cadena HBO leen esa columna, la interpretan como una sentencia condenatoria y deciden eliminar de su catálogo ese clásico filmado en 1939 (se trata de un retiro temporal, pues volverá a la plataforma con una “discusión de su contexto histórico”). Y entonces el mundo se divide en torno a una pregunta: ¿se puede juzgar una obra antigua con conceptos modernos?
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“Sí se puede, claro, pero precisando que se está juzgando desde la perspectiva del presente. Sin embargo, se le debe situar en primer lugar en el contexto de la época en que se hizo. Si no, todo se distorsiona y se juzgan hechos del pasado sin conocimiento de causa”, dice el crítico de cine Chacho León. “El mercado y las grandes empresas deciden qué es lo que se ve, es la gran instancia censora. Yo aceptaría la inclusión de carteles explicativos y contextualizadores siempre y cuando se apliquen a todas las películas del mundo y no sólo a las más polémicas, con un criterio que no esté sesgado por lo políticamente correcto”, agrega.
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Y como efecto inmediato a la autocensura de HBO, la serie humorística “Little Britain” —donde hombres blancos se pintan la cara de negro para personificar afrodescencientes— fue retirada de Netflix y de la BBC; Disney retiró de sus plataformas “Canción del sur” —película de 1946 a la que acaban de tildar de racista y ofensiva—, y Paramount canceló el reality “Cops” protagonizado por policías norteamericanos. ¿Otros filmes que abordan temas de raza y segregación –“La fierecilla domada”, “Django desencadenado”— caerán también en la mira autoreguladora?
La Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas acaba de anunciar oficialmente que trabajará con el Sindicato de Productores de Estados Unidos para crear un grupo especial de líderes de la industria que desarrolle para el 31 de julio “estándares de representación e inclusión que incentiven las prácticas de contratación justas dentro y fuera de la pantalla”. Y anunció, también, la formación de un grupo para desarrollar guías sobre diversidad e inclusión que deberán ser cumplidas por los cineastas si quieren que sus obras sean elegibles para los Oscar.
“Las obras de arte que perduran siempre tienen un fondo subversivo respecto a su propio tiempo. No hay visiones artísticas políticamente correctas, atemporales o a-históricas. El remanente de estereotipos de una obra maestra es parte de su contexto histórico, de una visión global del mundo que va más allá del autor y lo importante es el fondo subversivo, crítico de su tiempo, que pervive en la obra más allá de los estereotipos. El problema del arte es el de la propaganda, o sea en qué medida su fondo es de publicidad de una ideología y no de crítica a las ideologías. Pero aun así, lo peor es la censura, porque hasta el arte de propaganda es un documento histórico que sirve para el estudio crítico de la historia”, señala el columnista de cine Sebastián Pimentel. Recordemos “El triunfo de la voluntad” y “El judío Suss”.
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Lo que no estaba calculado era que estatuas, monumentos y otros símbolos del pasado fueran blanco de indignación. Las primeras en caer fueron las efigies de Cristóbal Colón en Massachusetts, Minnesota, Florida y Virginia. En Boston decapitaron al genovés. En Richmond derribaron la de Jefferson Davis, presidente confederado durante la Guerra de Secesión. Y mientras el gobernador de Virginia anunció que esa estatua sería definitivamente retirada, Donald Trump tuiteaba en favor de “nuestros héroes” y los directivos automovilísticos de Nascar anunciaban la prohibición del despliegue de esas banderas confederadas que se ven con frecuencia en las carreras. En Bristol, Inglaterra, lanzaron al río la estatua de un esclavista.
Todo lo cual recordó aquel 12 de octubre de 2004 cuando mil caraqueños precipitaron la estatua de Colón antes de condenarlo a la horca en medio de un festín nacionalista. Y, en Perú, el sonado descabalgamiento de la estatua de Francisco Pizarro: inicialmente estacionada en el atrio de la catedral el 18 de enero de 1935, el alcalde Luis Dibós demolió una de las casonas más antiguas de la ciudad y lo corrió al costado del Palacio de Gobierno (1952). La madrugada del 28 de abril de 2003 Castañeda determinó que sea internado en un depósito municipal. Diecisiete meses después iría a parar hasta el ribereño Parque de la Muralla.
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