RICARDO GONZÁLEZ VIGIL
A partir de “Abril rojo” (Premio Alfaguara de Novela 2006), Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) ha alcanzado un dominio del género novelesco que lo ha convertido en el autor peruano con mayor número de novelas relevantes publicadas en los últimos diez años, con una versatilidad sin parangón en español para desplegar las especies novelísticas más variadas: el aprendizaje de un escritor que infringe los límites de las memorias autorizadas, en “Memorias de una dama”; la ciencia ficción, en “Tan cerca de la vida”; la codificación far-sesca de las reglas de las telenovelas, en “Oscar y las mujeres”; cabría agregar incluso una reelaboración imaginativa de las peripecias vitales del escritor uruguayo Enrique Amorim, en “El amante uruguayo”. Y, ahora, con “La pena máxima” nos brinda un nuevo ‘thriller’ con trasfondo político, el cual supera en maestría artística al ya notable “Abril rojo”, compartiendo el mismo protagonista: Félix Chacaltana.
De un lado, profundiza mejor en la caracterización de Chacaltana, haciendo que el lector se divierta con rasgos suyos que implican una incisiva crítica a nuestra sociedad, donde reinan la viveza criolla, la informalidad, la corrupción, la carencia de valores, la adicción a alienaciones masivas como lo es la pasión por el fútbol.
Respeta escrupulosamente no solo la ley, sino las formalidades administrativas, seguro de que “si todos los peruanos fuesen como él, este país iría mucho mejor” (p. 27); constata que “en la confusión de la ciudad, reinaba el caos más absoluto, y él se sentía fuera de lugar” (p. 26). Cuadriculado, cae en el exceso de carecer “por completo de sentido de la ironía” (p. 194), en una novela donde Roncagliolo traza constantes conexiones irónicas entre los asesinatos vinculados a la Operación Cóndor (conjura internacional para eliminar a los subversivos de Argentina y Chile), los partidos del Mundial de Fútbol de 1978 en Argentina (con una sospechosa derrota del equipo peruano que benefició al argentino) y las tribulaciones amorosas de Chacaltana, cuyo formalismo y sometimiento a su madre al entregarse al apasionamiento erótico contrasta con la soltura sexual de los personajes que violan leyes y reglas.
Resulta formidable cómo Chacaltana, movido noblemente por la amistad que lo unía a la víctima del primer asesinato de la novela, investiga la verdad, a pesar del peligro que conlleva, no haciendo caso a quienes le aconsejan olvidarse del asunto. Aunque su enamorada piensa que es un cobarde, no lo es obedeciendo a un impulso de autenticidad que no puede controlar: “Su cabeza había insistido en tomar exactamente el camino contrario. Su memoria le había recordado una y otra vez la advertencia de su jefe. Pero su cuerpo se había negado a entrar en razón” (p. 117).
Mientras que en política “todo es una farsa” (p. 251) al servicio de los ambiciosos o de los fanáticos y que, paralelamente, el fútbol permite componendas y sirve de “opio del pueblo” para ocultar los desmanes de la Operación Cóndor, “Chacaltana no solo era malo mintiendo. Decía la verdad incluso cuando no se daba cuenta” p.110). Ingeniosamente, Roncagliolo urde una trama que le permite a Chacaltana atar cabos y descubrir la verdad. Sorprendido, el almirante Carmona constata que es, a la vez, tonto (no es un vivo criollazo) e inteligente: “No tengo muy claro si es usted muy listo o muy tonto” (p. 179). Conviene reparar en que a Chacaltana no le interesa el fútbol, pero sí el racional y ordenado ajedrez: “Un juego perfecto, con unas reglas muy bonitas” (comenta la apasionada amante de su amigo: “No sé cómo pueden ser bonitas una reglas”, (p. 162).
De otro lado, Roncagliolo profundiza en los lazos familiares de Chacaltana con su posesiva madre (eróticamente represora, traumatizada porque su esposo lo abandonó) y su padre odiado. La frustración también campea en la familia de su asesinado amigo y en la del almirante Carmona, propiciando traiciones y fracasos en la relación entre los esposos y, peor aún, entre los padres y los hijos engendrados y/o deseados.