Ya ha pasado por la primera vacuna, integrando el grupo de los setentones. Sin embargo, desde que empezó la pandemia, Juan Acevedo ha estado vacunando a los peruanos contra el desánimo y el mal humor. En las redes, con regularidad casi diaria, iba compartiendo con sus lectores la historieta protagonizada por su entrañable personaje, el Cuy. Esta vez no viajaba al pasado con su amigo el perro Humberto, pues la aventura era muy presente y cercana: ese día a día viviendo la cuarentena, enfrentando a la incertidumbre y a una muerte que se paseaba por la calle, seduciendo. Publicado por el Instituto de Estudios Peruanos, “El Cuy vs. La Pandemia” recoge las tiras cómicas inspiradas en aquellos primeros meses y nos recuerda historias que, pareciera, hemos olvidado demasiado pronto.
“Yo creo que el libro relata cómo ha sido el proceso, y de cómo nos hemos olvidado cómo inició la cuarentena”, señala el historietista. Sin duda, fueron días muy distintos a los que se viven ahora, si bien la COVID-19 sigue allá afuera. Un tiempo de encierro riguroso, de miedo y tensión. Cuando empezaron a llegarnos las noticias de las primeras víctimas y, poco a poco, los ausentes empezaron a resultar cercanos, amigos, familiares incluso. Personas cercanas en camas de cuidados intensivos a las que no podemos visitar. En inconsciente espera. Para Acevedo, nos cuesta mucho aceptar esa situación, no tenemos la empatía para imaginarnos esas situaciones extremas.
El caso peruano es un caso extraño: al comienzo se nos consideró un ejemplo en la gestión de la pandemia por la rigurosidad de las medidas, pero meses después nos convertimos en la demostración de su fracaso: somos uno de los países con más víctimas en proporción a su número de habitantes y una de las economías más devastadas.
Inicialmente tuvimos la ilusión de que éramos un país modelo. Que nos iba muy bien porque nos adelantamos en entrar en cuarentena, casi con entusiasmo ante la novedad. Recuerdo a las personas que en los edificios salían a las 8 de la noche con sus hijos para cantar “Contigo Perú”. Era casi un júbilo deportivo. Se esperaba que íbamos a vencer al virus ese fin de mes, que íbamos a salir de la cuarentena invictos, siendo un ejemplo para el resto de países. ¡Incluso muy pronto se lanzó un spot para promocionar Machu Picchu! Yo pensaba que era una barbaridad. Creo que hemos vivido varios papelones y varias decepciones.
Quizas el rápido olvido que tenemos de los primeros días de la pandemia se debe al habernos desilusionado tanto.
Pero no todo es eso. Creo que la gente no vive tan decepcionada. Más bien pugna por trabajar, por volver a su vida anterior. Hay de una y de otra. Hay cierta tensión, es cierto, pero también me perturbaría que no la haya.
¿Y cómo sentiste la decepción política, con el gobierno de Vizcarra?
Fue cosa seria. Hubo personas que se resistieron hasta el último para no caer en esa decepción. Quisieron seguir creyendo en él, y fue penoso. Se le veía a diario, en diferentes lugares del país, con esas formas de hombre sencillo, sin la elocuencia tradicional del político, que actuaba en equipo. Y luego tienes a la Ministra de Salud que poco después de decir que, como buen capitán, sería la última en abandonar el barco, se vacuna en secreto. A mí me da pena eso. Personas competentes, que no lo venían haciendo mal, le sacan la vuelta a lo que estaban predicando. Vizcarra era el presidente, viajaba de un lugar a otro, estaba en la primera línea. Si se hubiera vacunado legalmente, todo el mundo lo hubiese entendido. De manera franca, sin ocultarlo. Uno se pregunta qué pasa en el Perú.
Hablemos del cuy. A diferencia de otras ocasiones, “El cuy vs. la pandemia” parece el diario de un artista. No está pasado a tinta sino que fue dibujado con lapicero. Estoy seguro que al momento de la edición se tuvo que retocar y eliminar las líneas celestes del cuaderno original. ¿Hablamos de un cuy urgente, sacado de un diario íntimo?
Cuando vivía la cuarentena pensaba que vivíamos en una situación parecida a la de “El eternauta”. Nuestras vidas cambiaron drásticamente. En esos días tenías que desinfectarlo todo, te daban instrucciones para entrar a tu casa, con un kit de productos que debías tener para salir a la calle o volver a casa. Había una desmesura de protocolos. En ese panorama nuevo, en ese cambio tan drástico, yo pensaba cómo la gente estaba viviendo todo esto. Honestamente, al volver a sacar la tira, no pensé que la iba a hacer diaria. No quería caer en la esclavitud que significa hacerla cada día. Por eso la hice a mi aire, en mi diario. Así comenzó a salir y la gente se pegó de inmediato. Yo tenía algunas inquietudes con relación al cuy. No lo publicaba en tiras diarias hace décadas. El cuy que publiqué años atrás en El Comercio viajaba en la historia, salía solo una vez a la semana. No dependía de la coyuntura.
Me gusta cuando el cuy se encuentra con Humberto y le propone viajar en el tiempo, y que él le responda: “nuestra aventura es el presente”.
Es lo que estaba ocurriendo. Estábamos embarcados en una misma aventura. ¡Eso nos pasa solo en el mundial! La pandemia la estábamos viviendo todos. Era algo extraordinario.
Siempre se te pregunta por qué el cuy tiene pene o cinco dedos. Ahora aparece otra pregunta tópica: ¿Por qué decidiste que el Cuy envejezca junto a sus lectores?
Tenía que responder a ese reto, el cuy no podía seguir siendo el mismo. Antes se mostraba enamorador, por ejemplo, pero ya el cuy está bastante grandazo para ilusionarse como un adolescente. Tendría derecho, pero no podría estarle pasando a cada rato. Decidí entonces que asumiera su papel generacional frente a Pelito, su nieto. En realidad. Pelito ha adoptado el papel que tenía el cuy antes, es vital, impulsivo, de alguna manera inocente en sus emociones. Hubo gente que me reclamaba por el perro Humberto, pero me di cuenta que el Cuy había asumido su papel, se había vuelto sensato, adulto. El cuy da consejos, tiene una interpretación racional del mundo, mientras pelito vive sus fantasías a tope. Y Humberto quedaba como sobrando. ¿Qué hacer? Ante los reclamos de la gente, lo incluí a través de la pantalla del celular. A él lo había sorprendido la cuarentena en la sierra, en el pueblito de Cuycunamarca, donde es profesor. Ha habido gente que me pregunta si eso tiene que ver con Castillo (ríe). Y no, no estaba en mi horizonte. Humberto es otra cosa.
Otro personaje interesante en la tira es tácito: el propio lector...
Me di cuenta que era otro personaje inmenso. Antes yo tenía otro tipo de relación con los lectores, pero ahora a través de las redes encontré una respuesta muy importante. Este no es un cuy para el impreso, nació para las redes. Uno se da cuenta de inmediato en qué cosa aciertas y emocionas y en qué cosas critican. No es que uno dependa de eso, pero es algo que cuenta. Muchas veces he ido a contracorriente de los lectores, pero esta vez ha sido muy rico ir en el mismo sentido de la gente. Me di cuenta que el cuy aún estaba vivo, lleno de sentido, como lo estuvo alguna vez. Pienso que esta nueva tira supone una resurrección del Cuy. Volver a ser, pero asumiendo su edad.
A diferencia de historias anteriores, en que el fascista Videchet era el antagonista clásico, esta vez ha perdido espacio frente al personaje de la Muerte.
La Muerte asumió un protagonismo singular. Nació en el año 86, a mitad de la guerra interna contra el terrorismo. Ahora la muerte va a buscar a Videchet para ver si florecen viejos amores, pero más bien se encuentra con una rata que le tiene miedo, ya no está enamorado de ella. Incluso se pone la mascarilla frente a ella. Esta muerte es muy burlona, coqueta, pícara, gusta a mucha gente. La gente está contra ella, pero les encanta que sea así. Además, creé una alternativa, la Buena Muerte. Pancho Fierro, en los albores de la república, dibujó a los monjes de la Buena Muerte, quienes socorrían a la gente a punto de morir, fue la última orden religiosa en llegar al Perú. Aún tienen su convento en Barrios Altos. Ambas muertes son hermanas, y en algún momento empiezan a contar su historia. Son hijas de distintas mamás y de un mismo padre. Y les ha tocado vivir diversas infancias. Es una historia que me encantaría desarrollar más adelante.
La Mala Muerte es divertida porque es muy erótica, se la pasa seduciendo en la calle. ¿Por qué ligas el miedo a la muerte con la seducción sexual?
¡Es algo que se presta para un psicoanálisis! (ríe) Lo que pasa es que lo erótico es algo muy atractivo. La Mala Muerte se presenta como una muchacha muy apetitosa, cambia su fisonomía, deja de ser un esqueleto de hábito y guadaña para convertirse en una chica apetecible. Y nos engaña porque lo que quiere es que nos bajemos la mascarilla. En realidad, yo quería alertar contra el relajo, más que contra un personaje apetecible. Alertar contra las artimañas que utiliza la muerte.
Cierras la historia con La Muerte quejándose que todos quieran agarrarla a golpes. Creo que todos hemos querido en algún momento hacer lo mismo para librarnos de ella de una vez.
La mayoría de la gente siente un hartazgo por cómo están las cosas. Nos hartamos de vivir cuidándonos. Y al hartarnos, bajamos los cuidados. ¡Y eso la muerte lo celebra intensamente! Ella quiere que nos hartemos, que nos dejemos de cuidar. En mi trabajo me gusta cuestionar el propio lenguaje de la historieta, y de paso también cuestionar al Perú, nuestra forma de ser. ¡A la muerte le fascinan los peruanos y su desorden!
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