“Son las 8:15 am. y siempre ha sido esa hora”. La línea es parte de “Enola Gay”, hit de la banda británica Orchestral manoeuvres in the dark, referida al tiempo congelado en los relojes de las víctimas calcinadas. Una canción pop de ritmo pegadizo sobre el holocausto nuclear, éxito que los jóvenes de los frívolos 80 bailaban sin entender la letra. Sin embargo, la canción tiene razón: para los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, el mundo se detuvo a las 8: 15 am. y 11:02 am. del 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente. Para ellos, el cielo siempre estará despejado antes que ambos B-29 soltaran su carga: “Little Boy” primero, “Fat Man”, después. Irónicos nombres para dos bombas que cegarían juntas a cerca de 250 mil personas.
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Los sobrevivientes decían que el destello cubrió todo el cielo. La luz de la primera bomba tenía un tono azulado, la segunda, un amarillo pálido, casi blanco. En ambos casos, la gigantesca bola de fuego era al menos cinco veces más grande que el Sol. Luego se recuerda un trueno ensordecedor, y con él un dolor extendiéndose por el cuerpo, como si les fregaran la piel con agua hirviendo hasta hacerla colgar como harapos. Nubes de polvo tóxico cubrieron el sol, la lluvia ácida llegó una hora después, seguida de incendios y humo blanco envolviendo dos ciudades convertidas en crematorios.
Todo el mundo vio la imagen del enorme hongo de la explosión atómica, pero pocos alcanzaron testimonios gráficos tras la fálica detonación. El general Douglas MacArthur, comandante supremo de las fuerzas de ocupación hasta 1948, prohibió cualquier reportaje sobre las consecuencias de los bombardeos. Las noticias daban cuenta de la destrucción de ambas ciudades, pero muy pocos se acercaron a los cientos de miles de sobrevivientes, los llamados hibakusha (‘persona bombardeada’) de pieles quemadas, rostros desfigurados y pies incapaces de soportar el peso de sus cuerpos.
Un monstruo atómico
Los efectos de un hecho traumático no suelen verbalizarse de inmediato. Para recuperarse, tanto las personas como las sociedades apelan a las metáforas. Y en Japón, la más popular alegoría de la pesadilla atómica es el “kaiju eiga”, como se conoce al género de películas de monstruos o robots gigantes. Su producción se inicia a mediados de los 50, teniendo como protagonista mayor a un cruce entre bestia destructora y héroe nacional. A lo largo de una treintena de películas, la bestia encarna en el inconsciente colectivo la ansiedad por la guerra nuclear y las pruebas desarrolladas en el atolón Bikini a principios de 1954.
Lo más interesante de Godzilla es su piel. Su dermis no es la de un viejo saurio, en ella no hay escamas, solo cicatrices, una sobre otra, como las quemaduras de radiación. Queloides que inspiraron a su diseñador, Eiji Tsubaraya. Como miles de sus paisanos, y como la polilla Mothra, Ghidorah, Anguirus o Manda, el monstruo es producto de la bomba y víctima de ella a la vez. El también es un hibakusha.
Los monstruos no tienen que ser gigantes. Un ejemplo de ello es “Matango” (1963), o “Attack of the Mushroom People”, como se tituló su versión recortada para la televisión estadounidense, película de terror dirigida por Ishirō Honda. El ella, un grupo de náufragos son alterados por una especie local de hongos. El filme enfrentó la censura debido a la forma en que se caracterizaban a los hongos mutantes a causa de las aguas contaminadas por la radiactividad de las pruebas nucleares del Pacífico: se parecían demasiado a los hibakusha.
Tiempo de volar
Sobre las ruinas vuela Astroboy (Tetsuwan Atom) de Osamu Tezuka, que distrae a los niños de la postguerra mostrándoles un futuro que podía conciliar la tecnología con la energía nuclear. Tezuka era un adolescente cuando cayeron las bombas y, como toda su generación, llevaba aquella simbólica cicatriz. Por ello su obra nos anima a lidiar con el dolor. Su interés confeso era convertir el miedo del ataque nuclear en un interés profundo de la juventud en el desarrollo industrial.
Astro Boy fusiona tecnología y naturaleza, estableciendo entre el avance tecnológico y el peligro de destrucción un difícil balance. Para el maestro de Economía Japonesa Tetsuji Oakzaki, Tezuka vería cumplido su deseo: los jóvenes que acompañaron el vuelo del héroe mecánico, fueron los responsables del fuerte impulso al sector industrial que experimentaría el país. Tornó el miedo en el arma nuclear en un interés por ella.
Dibujar la memoria
Tuvieron que llegar los años 70 para que las cicatrices puedan verse de frente. Keiji Nakazawa es el autor de “Pies descalzos” (Hadashi no Gen), relato autobiográfico de tres mil páginas publicadas entre 1973 y 1974, con de 7 millones de ejemplares vendidos en Japón y dos adaptaciones al anime. Nakazawa tenía 6 años cuando el sol estalló sobre Hiroshima y arrasó con su padre y hermanos. Él mismo se salvó por poco. A dos kilómetros del epicentro de la explosión, lo protegió el cerco de hormigón de su escuela. El infierno volvió para él en 1966, cuando su madre falleció tras siete años de enfermedad. Cuando fue al crematorio a recoger sus cenizas, se quedó atónito: No había huesos entre las cenizas. El cesio radioactivo había corroído sus huesos hasta desintegrarlos. Fue entonces que Nakazawa decidió retratar el infierno atómico, así como la hambruna, el rechazo social, la indiferencia de las autoridades y la falta de solidaridad entre las propias víctimas. Gen Nakaoka, protagonista y alter ego, recorre las calles de Hiroshima en busca de comida y agua que no se haya contaminado. Allí no pisa fuerte Godzilla, la realidad es el verdadero monstruo.
Futuro muy presente
El bombardeo atómico no solo ha sido visto por el manga y el anime desde una perspectiva histórica. El maestro Hayao Miyazaki, también testigo de ataques aéreos estadounidenses cuando era un niño, reflexiona sobre el uso y el abuso de la tecnología a lo largo de su fantástica filmografía. Un ejemplo de ello es “Nausicaa of the Valley of the Wind” (1984) (Kaze no Tani no Naushika), en la que mutantes radioactivos pueblan la tierra como resultado del mal uso de la tecnología nuclear.
Los efectos de la radiación sobre Hiroshima y Nagasaki siguen reinventándose en diversas ficciones distópicas, la más conocida quizás sea el manga cyberpunk “Akira”, publicado en la revista nipona “Young Magazine” entre 1984 y 1990 y llevado al cine en 1988. La obra de Katsuhiro Otomo coincide con la recesión económica de que aun el país busca recuperarse, la aparición de un discurso anti-americano en el país y el inicio de las manifestaciones contra el uso de la energía nuclear. Su historia nos habla de disputas por el poder y el ansia de los políticos por el control de la extraña tecnología alienígena. Entre explosiones nucleares, persecuciones entre motos a gran velocidad y tiroteos por doquier, Ōtomo usa el dilema de sus jóvenes protagonistas para explorar el valor de la amistad, el aislamiento y la desilusión de la subcultura adolescente, confrontada a un Estado consumido por la corrupción.
Si en la obra de Ōtomo NeoTokio estalla por una explosión atómica, sucederá lo mismo en “Godzilla vs. Destoroyah” (1995), cuyo enfrentamiento provoca no solo la muerte del entrañable lagarto, sino una explosión nuclear que arrasará con la capital. Metáfora de que nuevos monstruos, aún más fuertes, asoman en las actuales pesadillas colectivas.
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