Con el inicio de la época post-pandemia, Lima dejó de ser el destino turístico poseedor de la gastronomía más atractiva de la región y se convirtió en una de las ciudades más peligrosas del mundo, un lugar donde los crímenes violentos –robo, secuestro, homicidio, usted elige– son una siniestra realidad para quienquiera que transite sus calles. Como si esto fuera poco, luego de años de activismo y de la justa conquista de espacios públicos, la comunidad local LGTB sufrió un revés absurdo e inverosímil: un decreto oficial que califica a la transexualidad y el travestismo como trastornos mentales. En este contexto de violencia, estigmatización y retroceso en las libertades individuales, una fiesta acabó convirtiéndose en el más reconocido espacio de liberación donde el baile, la moda, la música y la desprejuiciada expresión de la sexualidad en todas sus opciones y posibilidades se presentaron como las mejores formas de resistir un entorno hostil y represivo.
Surgida a mediados de la década pasada como una fiesta alternativa donde se revivía el espíritu de la era disco, Discofobia nació como el punto de encuentro para los aficionados a los ritmos derivados de este género musical –italo, house, eurodance–, para los admiradores del vestuario más atrevido y provocativo de Lima, y también, por supuesto, para cualquier mortal disoluto en busca de una noche de disfrute más allá de cualquier etiqueta. Con el transcurrir de los meses, el espíritu hedonista y liberal de la fiesta la convirtió en uno de los lugares favoritos de la comunidad LGTB, y su pista de baile se estableció como un espacio de visibilidad para sus miembros y, en general, para todo aquel decidido a ejercer libremente su identidad.
Como un devoto seguidor de la música disco y de sus múltiples ramificaciones, la idea de ir a Discofobia me rondó por meses hasta que, finalmente, en junio de 2023 asistí a una edición realizada en el Centro de Convenciones Barranco. La experiencia fue reveladora. Sumido en una oscuridad palpitante, el local vibraba bajo una gigantesca bola de espejos mientras una multitud de cuerpos bailaba bajo el efecto de la música y de quién sabe que otros estímulos. En una pantalla situada al fondo de la sala se proyectaban frases en defensa de las mujeres trans y del derecho al aborto, mientras alrededor de la cabina del DJ, sobre lo que parecían ser altavoces puestos de cabeza, una sucesión de mujeres trans desfilaba en una improvisada pasarela. Esa madrugada, al salir del local, la idea de la materialización del ejercicio seguro de la libertad y del surgimiento de una comunidad entretejida por afectos e ideales me acompañó durante todo el camino de vuelta a casa.
Hoy, en medio de una violencia que parece no tener límites y bajo la vergonzosa estela de un decreto que califica a la transexualidad y el travestismo como trastornos mentales, Discofobia se presenta como el refugio ideal para quienes quieren salir de la monotonía absorbente de Lima y de la estigmatización proveniente del Estado. Con esta idea rondando mi cabeza asistí a la Gala Anual de Discofobia en el Museo de Arte de Lima, un evento que, desde su formato de gala hasta el emblemático lugar donde se realizaría, proponía una experiencia única.
El evento fue singular en muchos sentidos: la experiencia, la producción, el ambiente, la recepción, los visuales. Sin embargo, se echaron en falta algunos ingredientes que consideraba esenciales en Discofobia. Por un lado, esperé un gesto de indignación frente al decreto que establece como “patologías” a la transexualidad y el travestismo ya que la fiesta cuenta con personas trans como parte esencial de su propuesta. Por otro lado, en un orden musical de las cosas, se notó el debilitamiento de la tradición disco que solía ser la columna vertebral de la fiesta: clásicos como “Voulez Vouz” de ABBA, “Blind” de
Hercules & Love Affair y “You Make Me Feel (Mighty Real)” de Sylvester se combinaron sin mayores luces con canciones de Juan Luis Guerra y otros éxitos de latin pop e inclusive salsa que no calzaron del todo en el set list de los DJs. En resumen, la Gala Anual de Discofobia en el MALI parece apuntar a una suerte de “estandarización” de la fiesta en la línea de otras fiestas de Lima. No obstante, hoy, más que nunca, se necesita de lo mejor de Discofobia: su identidad musical, su noción de comunidad, su capacidad para ser un refugio ante la monotonía de Lima, su libre y desprejuiciada celebración de lo diferente.
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