En su departamento del décimo piso de un edificio en Jesús María, Alberto Quintanilla (Cusco, 1932) vive entre decenas, cientos de personajes de su propia creación: diablos y dragones, gentes de dos caras, animales que se trepan unos encima de los otros como “Los músicos de Bremen”. Pero pese a esa multitud, Quintanilla es hoy un hombre que está más solo que ayer.
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Hace solo un par de meses, cuando se encontraba en su residencia de París junto a su esposa, Hélène Chatenet, el artista plástico se vio sobrepasado por una emergencia. “Mi esposa sufrió una caída cuando estábamos solos, sin nadie cerca –cuenta don Alberto–. Yo estaba desesperado porque en ese momento comenzó a perder el habla. Mi hijo estaba en Burdeos y mi otra hija vive en Inglaterra. Tuve que llamar a un vecino para que me ayudara a contactar a los bomberos, pero se demoraron en llegar porque muchas vías estaban cerradas debido a los Juegos Olímpicos por esas fechas”.
Varias horas después, el auxilio por fin llegó. Tras inyectarle unos medicamentos, la mujer pudo articular algunas palabras:
—Me voy a ir, Alberto —llegó a decir Hélène, con dificultad.
—Ya lo sé, ya lo sé…
—Pero tú eres fuerte. Por eso te escogí.
—¿Nada más que por eso?
—Sí. Nada más que por eso.
“Tenía su humor”, cuenta Quintanilla, mientras sonríe y solloza a la vez. “Hasta el final mostró su humor”. Hélène Chatenet fue trasladada de un hospital a otro, pero a los tres días falleció a la edad de 86 años por diversas complicaciones de salud. Ocurrió el martes 6 de agosto. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Clamart, en la capital francesa.
SEGUIR CREANDO
A sus 92 años, Quintanilla del Mar aún vive su duelo con entereza. Buena parte del día se la pasa trabajando: por ejemplo, en las innumerables piezas hechas de material reciclado que pueblan varios muebles y rincones de su casa. Todo lo que cualquiera consideraría desechable le sirve a él para convertirlo en figurines que parecieran poder cobrar vida en cualquier momento: conitos de papel higiénico, corontas de choclo, pepas de palta, corchos de vino. Sobre todo los corchos de vino que él, buen bebedor, guarda para luego esculpir con delicadeza.
Quintanilla es uno de los grandes artistas vivos del Perú. Fue miembro de la emblemática promoción de oro de la Escuela de Bellas Artes, de la que en 1959 egresaron Tilsa Tsuchiya, Gerardo Chávez, Milner Cajahuaringa, Enrique Galdos Rivas, entre otros. Pocos años después de ello, emprendió su viaje a Francia donde fue consolidando su prestigio artístico. Allí es que conoció y se casó con su esposa.
“A Hélène la conocí en el año 63 –recuerda–. Ella era doctora, tenía 24 años. En ese momento trabajaba como asistenta en la Facultad de Histología de la Universidad de París. Pero cuando conversamos me sorprendió: había leído a Borges, a Cortázar. De cultura francesa ni qué decir”. Alberto y Hélène se casaron en 1971, tuvieron tres hijos –Antonio, Benjamín y Mona– y permanecieron juntos durante 61 años.
Quintanilla abre un álbum de fotos en blanco y negro con imágenes de Hélène en su juventud. También muestra una pequeña libreta y lee uno de los varios poemas inacabados que le ha escrito a su esposa en las últimas semanas:
En el total silencio
De tu ausencia
Mi cuerpo se desplaza
Como una nube
Lentamente
Sin saber dónde va
Don Alberto se sienta en una banca, posa para las fotos, y luego extiende un brazo buscando ayuda para estabilizarse. Tiene algunos achaques naturales por la edad, pero que han recrudecido con una reciente caída en casa, cuando quiso cargar una de sus esculturas: un camaleón colorido y traicionero que terminó por mandarlo al suelo. “Yo creo que nací viejo –dice–. Porque ahora, en vez de estar envejeciendo, estoy volviendo a ser niño”. Un alma infantil, risueña e inmensamente creativa que por suerte sigue entre nosotros.