El último éxito de los estudios Pixar es también el tercer proyecto de Pete Docter (“Monsters Inc.”, “Up”), quien codirige esta vez con Ronaldo Del Carmen; Docter no ha hecho más que cosechar, con justicia, aplausos del público y la crítica. La razón es simple: “Intensa– Mente” es una de esas felices ocasiones en que un artista nos muestra nuevas posibilidades para el cine animado. Propone un cambio de paradigma: los personajes no deben ser monstruos, automóviles o juguetes antiguos. Los personajes deben ser, más bien, sentimientos, y el mundo que vemos no debe ser un espacio de seres fantásticos, sino un cerebro humano.
Los sentimientos que habitan la mente de Riley, una niña de 11 años, son Alegría, Tristeza, Furia, Temor y Desagrado. Cada afecto, o pasión, tiene su autonomía, pero, también, tiene una existencia que debe organizarse y entrar en relación con las demás. Todo esto, por supuesto, en medio de una completa crisis personal de la pequeña –conflicto que tiene que ver con una mudanza familiar, pero también con el fin de la infancia y el inicio de la pubertad, entendida esta como una etapa más independiente, más disconforme, melancólica y rebelde–.
Lo extraordinario del filme está, entonces, no solo en la forma en que Alegría y Tristeza, por ejemplo, deben lidiar con las nuevas situaciones a las que se enfrenta Riley –como el primer día de clases en el colegio de una nueva ciudad–, sino, sobre todo, con el colapso total de esa “sala de control” que es la mente de la niña. Es decir, “Intensa– Mente” trata de escenificar algo muy dramático: el colapso de la psicología, el derrumbe de la armonía psíquica de la niñez.
Por eso, buena parte de la cinta tiene que ver con un viaje al interior de los laberintos del cerebro. Uno que está escenificado como un cosmos infinito lleno de ámbitos desconocidos –el Olvido, la Memoria, la Imaginación, el Pensamiento–. Somos nosotros mismos, los espectadores, los que nos sorprendemos con Alegría y Tristeza, las protagonistas de la aventura –también los afectos principales del filósofo Spinoza–, quienes deben sobrevivir en medio del caos y, sobre todo, tratar de reinventar su mutua relación.
¿Cuál es el lugar de la tristeza? Esa es una de las preguntas a las que nos enfrenta el planteamiento de esta cinta, ciertamente intelectual. Aunque Docter logra ser intelectual sin eliminar la excitación del constante descubrimiento de una salida afortunada en medio de la confusión o el desasosiego. Sucede que, en ningún momento, la mente de Riley –quien trata de comprender la vida de otra manera y de creer en otras posibilidades de experimentarla– deja de ser una comedia de situaciones y una historia mágica de complicidades y reordenamientos internos.
Pero “Intensa–Mente” es más. No deja de establecer resonancias con la experiencia cinematográfica y, en ese sentido, es un homenaje al séptimo arte. Los mecanismos del cine se comparan con los del cerebro: vemos cómo los recuerdos se almacenan y se “proyectan”, como si fueran películas; o, más aún, cómo Alegría y Tristeza terminan adentrándose por las oscuridades del Subconsciente, presentado como un inmenso estudio de cine a la manera de Hollywood, donde se “fabrican” los sueños y pesadillas que atormentan o deleitan a la niña cuando duerme.
Por estas razones, y muchas más, en “Intensa–Mente”, la técnica digital es lo de menos. El protagonismo ya no lo tiene ningún efecto, sino lo ilimitado o indefinible: un mundo tan interior como exterior, tan minúsculo como gigantesco, tan abismal como confinado, tan abstracto como figurativo. Un delicado equilibrio entre el caos y el orden, la realidad y el sueño, donde la “amargura dulce” o la “alegría triste” es la única meta a lograr para afirmar la vida.