Jorge Miota González (1871 – 1925) el escritor y periodista apurimeño que introdujo el término huachafo como uno de los más duraderos y difundidos peruanismos, colaboró activamente en El Comercio durante los primeros años de la pasada centuria. Miota llegó a nuestra ciudad cuando era niño. Poco después tuvo la desgracia de perder a su padre quien pereció en la batalla de Miraflores el 15 de mayo de 1881. El huérfano estudió en Guadalupe, al cuidado de su madre y muy pronto se asimiló al ambiente intelectual y periodístico limeño. Miota fue un escritor original, agudo; su estilo era muy rico en matices; sabía describir con galanura tipos y costumbres. En El Comercio ha dejado magníficos artículos sobre los barrios de Lima que conocía en profundidad. Él solía repetir que era necesario recorrer la ciudad “y entonces si tenéis carácter estudioso, haréis insensiblemente un acopio de observaciones que os pondrán en posesión de ella…”.
En 1900 Miota viajó a la República Argentina. Lo hizo por tierra, siguiendo la ruta inversa del “Lazarillo de ciegos caminantes”. En Buenos Aires pasó una larga temporada y luego marchó a Montevideo. “Era lo que deseaba: Franquear el Plata, llegar hasta la banda oriental y satisfacer mi anhelo, cuando, desde el paseo de la Recoleta, contemplaba el río suspendido sobra las copas de los árboles en una aberración de génesis, sobre la que se cernían las nubes en ronda tempestuosa”. Montevideo le agradó muchísimo. Se propuso conocerla en detalles que hubieran escapado a ojos menos perspicaces que los suyos. Más hubo también, desde el primer momento, gran simpatía, afecto instintivo por la ciudad “que comunicaba a mi espíritu la impresión de una nueva Lima arborada, más limpia, más alegre y blanca”.
En 1902 Jorge Miota publicó en El Comercio artículos que tituló “Impresiones de Montevideo”. En ellos describe la ciudad, la playa de Pocitos, “donde a sus orillas se siente la caricia mixta del Plata y del Atlántico” y la Playa Ramírez, donde se daba cita “toda la creme veraniega”. Miota no escatima elogios cuando se refiere a la espontaneidad de los habitantes de Montevideo, a la afabilidad de su trato, a su espíritu comunicativo y alegre. “Con semejantes analogías de carácter creí estar en casa “. Miota nos lleva del brazo a una retreta en la Plaza Independencia donde concurría “todo Montevideo”. Allí le deslumbra la belleza de la mujer uruguaya “por sus grandes ojos negros y aterciopelados; con su rostro moreno y con ese no sé qué de verdadera criolla que constituye la belleza local de un país”. Hay igualmente palabras de encomio para el Prado, hasta donde llegó “atravesando por entre el follaje de los caminos Suárez y Millán”.
Tanto en la ciudad “vieja” como en la “nueva”, Miota se detiene observándolo todo. “Montevideo, afirma, es generalmente homogénea. Sus calles rectas y plantadas de ‘paraísos’; la perspectiva florida de sus jardines; la decoración y vuelo de los edificios; el interior de las casas, todo trae a la memoria reminiscencias de cosas ya vistas…”. Miota apuntaba, que en Montevideo, por entonces con 350 mil habitantes, no sintió nunca la deprimente situación del vacío pues en todas partes flotaba la solidaridad. En sus infatigables recorridos “desde las elegantes calles de Sarandí y 25 de Mayo hasta las más remotas o non santas de Yerbal y Santa Teresa, siempre reinará la misma cordialidad y cortesía. Hasta en los barrios más innobles, concluye, la carcajada brutal de las polacas adquiere un eco amistoso, abierta la ventana por la que penetra el rumoreo del mar…”.
A su regreso a Lima, Miota siguió colaborando en El Comercio. Su biógrafo Willy Pinto Gamboa apunta que Óscar Miró Quesada, Racso, describió a Miota como un hombre misterioso “distante de lo real”. Físicamente era muy blanco, delgado, nervioso, de ojos claros y penetrantes y con un bigotillo “a lo Edgar Allan Poe”. Lo que al principio se diagnosticó como tenaz neurastenia terminaría arrastrando a Miota a los abismos de la locura. En 1911 aparece en París y dos años más tarde está nuevamente en Lima. Se encontraba muy enfermo y protagonizó episodios dolorosos generados por su demencia. Fue internado en el Hospital Larco Herrera. Su madre, doña Serafina González, tuvo que acudir a la justicia y por auto del juez Ulises Quiroga, expedido el 7 de enero de 1914, se autorizó su traslado a la clínica del Doctor Pareja y Llosa, especializada en pacientes sifilíticos. Allí se le aplicó el Neo Salvarsán. Debió mejorar pues fue dado de alta en setiembre de 1915.
En 1916 viaja junto con su madre a Buenos Aires donde se pierde definitivamente la huella de ambos. Willy Pinto escribió que en 1925 llegaron a Lima noticias sobre la muerte de este valioso y malaventurado miembro del modernismo peruano.