Escritor y fotógrafo.
Escritor y fotógrafo.
Czar Gutiérrez

Noches de rocío que se cuajan en el cielo antes de desprenderse sobre la tierra. Avenidas de viento que rasga el aire como cuchillo sobre piedras de afilar. Paisajes desolados de piedras duras y filosas. Cuervos que graznan bajo la luz de la luna. Cauces donde el agua junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace. Un jinete muerto que cabalga por el horizonte árido. Espigas secas y silvestres. Tiempo mexicano posrevolucionario. Tiempo de una pluma revolucionaria que con solo dos libros parte las aguas de la literatura.

“Nunca, desde la noche tremenda en que leí ‘La metamorfosis’ de Kafka, en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, casi 10 años atrás, había sufrido una conmoción semejante”, dijo Gabriel García Márquez sobre su primera lectura de “Pedro Páramo”. “Al día siguiente leí ‘El llano en llamas’ y el asombro permaneció intacto […], el resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores”. Ocurre que la obra de Rulfo, escritor diez años mayor que el colombiano, ya era una urdimbre compacta de ruptura de planos temporales, presencias extrasensoriales, marginalidad social, concepción mítica de la historia y cosmovisión indígena. El sustrato mismo del realismo mágico.

Un pedazo de noche
Las biografías hablan de Jalisco, de San Gabriel y de Payula, pero el origen exacto de Rulfo hay que encontrarlo en sus labios: “Yo no nací en los altos sino en los bajos de Jalisco. Nací en Pulco, un pueblo de dos mil habitantes que no aparece en los mapas. Estaba en una barranca, con calles torcidas, empinadas. Mi abuelo construyó todo el pueblo, el puente, la iglesia. Vino la rebelión cristera y nos concentraron en San Gabriel, perdimos todo lo que teníamos”, le responde al entrevistador Soler Serrano en el legendario programa “A fondo” (1976-1981) que Televisión Española aloja en You Tube. Arrastra las palabras. Cuando se trata del éxito de su obra, responde: "Pues ha sucedido". Y dibuja una mueca de tristeza o resignación.

Radiografiado con tanta proximidad, el escriba mexicano solo trasluce vulnerabilidad. Tanto que parece verdad eso de que el éxito fue para él una desgracia más. Nacido en un valle que de ser un vaso hidráulico pasó a secarse con el inclemente sol de los siglos, todo resulta infausto y coherente: orfandad prematura (tiene 6 años cuando asesinan a su padre, 10 cuando muere su mamá), paisaje tenebroso y literatura que rezuma duelo. Un pozo de melancolía en los ojos. Y todo el misticismo de un ser sombrío: el escritor arrastra las palabras, mordiéndolas. “Mi nombre es Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos como si fuese el vástago de un racimo de plátanos”.

Las palabras sobre sus libros, más bien, no caen en racimos: son piezas individuales colocadas con precisión relojera. Migrante de 16 años en el D.F. (“vine con mi pobreza y un tío mío se opuso a que llevara el apellido paterno, algo realmente grotesco; tuve que convertirme en Juan Pérez”), debilitado por la historia, la antropología y la geografía, toma cursos libres de filosofía y letras. Viaja por trabajo y fotografía extensamente los pueblos del interior. Tiene 31 años cuando se casa con Clara Aparicio y transita dos campos de entrenamiento literario: la revista "Pan de Guadalajara", donde debía pagar por publicar, y "América" del D.F., “¡donde al menos no [me] cobraban”.

Se enciende la pradera
Trabajando en una fábrica de neumáticos y como becario del Centro Mexicano de Escritores fundado por Margaret Shedd, el 10 de noviembre de 1953 Rulfo compra por mil pesos una máquina de escribir Remington Rand. Allí teclearía: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. En formidable ‘work in progress’, la obra terminaría corporeizándose en 400 páginas que sucesivamente se llamarían “Una estrella junto a la luna”, “Los desiertos de la tierra” o “Los murmullos”. Pero cuando la entrega al Fondo de Cultura Económica, el nombre del protagonista aparecía destellante en la portada.

A diferencia del Macondo de García Márquez o de Yoknapatawpha de Faulkner, Comala sí existe. Además de ser una localidad del estado mexicano de Colima, es una derivación de 'comal', recipiente de barro que se pone para que calienten las tortillas. En manos de Juan Nepomuceno, Comala es un contenedor de fuego donde las palabras arden exactas, concisas, pudorosas. El creador mueve el horizonte con la misma delicadeza que un murmullo mueve la espiga. Con ecos y silencios donde rebota la poesía. Y con delicada violencia hurga la cosmogonía del México antiguo. En los intersticios de un tiempo para rescatar desde el abismo a seres sin rostro que se mueven como espectros a través de un velo náhuatl.

“En la narración están rotos el tiempo y el espacio. En eso influyó el hecho de que trabajara con muertos y eso facilitó el no ubicarlos en ningún momento, pudiendo estar en todas partes de manera que aparecieran en el momento preciso para desaparecer después. En realidad, es una novela de fantasmas, de fantasmas que de pronto cobran vida o la vuelven a perder”, dijo su autor. Con el tiempo y las aguas, y ya desde un consenso crítico, “Pedro Páramo”, impreso el 19 de marzo de 1955, derivaría en una de las cuatro obras canónicas del realismo mágico: “Hombres de maíz” (Miguel Ángel Asturias, 1949), “El reino de este mundo” (Alejo Carpentier, 1949) y “Cien años de soledad” (GGM, 1967).

Así, a un siglo exacto de su nacimiento, un ejército de lectores se asoma por el llano, a ver si se enciende. San Gabriel, Apango, Sayula, Telcampana, tierras bajas de sequías y revoluciones perpetuadas en una obra que arde en un tiempo canicular, cuando el aire de mayo sopla caliente y envenenado por el olor podrido de las saponarias. Allí, en esa llanura que parece una laguna transparente deshecha en vapores y horizonte gris, allí cabalga un jinete muerto. Lleva una pluma entre los dedos.

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