El seis de agosto último se ha conmemorado el 198° aniversario de la batalla de Junín. Es interesante recordar la singular importancia que tienen las lanzas en nuestra historia. El Inca Garcilaso de la Vega escribió que el Imperio de los Incas fue conquistado por los españoles “a la jineta”. Esta forma de cabalgar consiste en que la montura tiene estribos muy altos, lo que obliga a tener las piernas dobladas. La silla está firme, el bocado es duro y la rienda simple. Así el animal está muy controlado, lo que permite al jinete hacer giros y maniobras imposibles con otro tipo de silla de montar. Lanza en mano y apechugando con sus caballos, los conquistadores consiguieron romper los cerrados escuadrones de guerreros incas provocando el caos y logrando sus objetivos.
Las lanzas, en la trisecular etapa virreinal, se incorporaron a la nueva comunidad americana y mestiza; al nuevo tipo de hombre que a fines del siglo XVIII vio llegado el momento de luchar por su independencia de la lejana metrópoli; una independencia que no podía ser más legítima, pues era fruto del espíritu nacional que se había forjado. Si con lanzas los conquistadores españoles ganaron el Nuevo Mundo, también con lanzas se ganó la libertad.
Testimonio ilustrado y veraz de la guerra de la independencia son las Memorias del mariscal Guillermo Miller. Él escribe que la caballería patriota se componía de los mejores jinetes del mundo. Gauchos de las pampas del Río de la Plata, huasos chilenos, llaneros de Nueva Granada y nuestros morochucos que “no son menos diestros que los gauchos y sorprende verles bajar a galope por cuestas sumamente pendientes, con una facilidad y un aire como si fuesen por un llano”.
La historia de las lanzas es milenaria y su uso alcanzó a todos los continentes. En Europa tuvieron su momento cenital en la guerra de los Treinta Años (1618 – 1648) en los campos de Flandes. Luego irían perdiendo importancia hasta que Napoleón Bonaparte incorporó a sus ejércitos a la caballería polaca en 1807. Esta tenía como arma principal una lanza de dos metros cincuenta, muy sólida y rígida que rápidamente fue copiada en todos los ejércitos del viejo mundo, incluso España y sus territorios americanos. El general José de San Martín armó a sus famosos granaderos con esta lanza. En Nueva Granada ocurrió algo diferente. Los llaneros usaban una lanza que medía casi cuatro metros, se arqueaba, pero muy raras veces se rompía. Con el impulso del galope los llaneros sepultaban con tal fuerza el asta en el cuerpo del rival, “que los levantaban dos o tres pies encima de la silla”. Esta fue la caballería victoriosa en Carabobo y que trajo Simón Bolívar al Perú. El transporte de dichas lanzas era muy trabajoso. En la ruta de Ancash a Pasco, antes de la batalla de Junín, los llaneros montaban una mula y llevaban un caballo con la lanza para emplearlo solo a la vista del enemigo. Muchas veces tuvieron que desmontar en los malos pasos y era allí donde las inmensas lanzas les causaban severos problemas.
La recordada batalla de Junín duró solo cuarenta y cinco minutos y se libró entre avanzadas de caballería. “Durante la acción no dispararon de una ni de otra parte ni un solo tiro, y no emplearon más armas que el sable y la lanza”. La caballería realista, al mando del general José Canterac, era el orgullo de esa fuerza. Canterac dirigió una carga magistral y el choque fue violentísimo poniendo a los patriotas al borde de la derrota, pero los realistas se desordenaron y dividieron. Ocurrió entonces el ataque milagroso de los hombres del coronel Manuel Isidoro Suárez que trocó el descalabro en triunfo. Al respecto escribió el general Miller, quien junto al general Mariano Necochea, que recibió once heridas, mandaban la caballería: “Entonces los patriotas emplearon sus lanzas con tal efecto, que la decantada caballería de los españoles se puso en una total y vergonzosa fuga”. El sol de los incas relucía en las puntas aceradas de esas lanzas que ahora eran lanzas de libertad.
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