Resulta impresionante cuántos episodios tan intensos y extremos puede condensar un gobierno en solo 10 años. En “El último dictador”, libro de José Alejandro Godoy, se superan las 500 páginas de un minucioso recuento del régimen de Alberto Fujimori en la década del 90, con su sorpresiva elección, sus éxitos y tropelías, así como el escandaloso derrumbe que significó la vuelta a la democracia para el Perú.
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Una democracia que, sin embargo, todavía luce endeble dos décadas después. Con un escenario en el que aún resuena el apellido Fujimori y al que se suman amenazas de distintos tipos. En esa línea, “El último dictador” sirve no solo como exhaustiva obra de consulta, sino como una obra llamada a sacudir memorias en estos tiempos críticos. Sobre eso conversamos con su autor.
–Leyendo el libro uno comprende que la transformación de Fujimori en el dictador al que alude el título del libro fue un proceso sistemático, aunque quizá el punto de quiebre sea el autogolpe de 1992. En todo caso, ¿cómo y cuándo crees que Fujimori se hace plenamente consciente de esa condición, de ese poder aplicado a la corrupción, la violencia, el autoritarismo?
Creo que ese tránsito se da entre 1991 y 1992, porque es el momento en que se desprende de su equipo original de 1990, encabezado por Hurtado Miller, y cuando Hernando de Soto tiene cada vez menos protagonismo. Entonces él empieza a refugiarse más en los militares, en cierta tecnocracia económica, y en Vladimiro Montesinos. Eso da lugar a varias cosas. Primero, a una profundización de las reformas de mercado, a una política subversiva mucho más dura (de hecho, en el año 91 se dan los preparativos para el Grupo Colina), y a la decisión de disolver el Congreso, que él toma entre noviembre del 91 e inicios del 92, como ha confirmado en su libro de memorias. Se da cuenta de que no tiene el control parlamentario para concretar sus proyectos y creo que adquiere la convicción de que no podía gobernar de otra forma.
Pero si lo pensamos un poquito más, además de ese tránsito al golpe del 5 de abril, hay también en él una suerte de marca de fábrica al momento de ser autoritario. Y eso nos retrotrae a lo que Luis Jochamowitz describe muy bien en “Ciudadano Fujimori”, el libro que narra toda la biografía previa a que Fujimori sea presidente. Su estilo de ser un gobernante autoritario tiene algunas raíces en lo que fue su conducción de la Universidad Agraria: rompe con sus aliados originales; decide no gobernar con sus profesores, sino con el estamento de alumnos; se apega a atender las demandas de los trabajadores administrativos. Entonces, lo que hace es construir un estilo de gobierno desde que ya era profesor universitario, en un espacio hiperpolitizado como era la universidad pública en los años 80.
–Uno de los principales argumentos de defensa de Fujimori y el fujimorismo es que Montesinos actuó a sus espaldas. ¿Cómo entender esa relación entre ambos? ¿Fue la de dos mentes complementarias y equiparables? ¿Hubo más traiciones que complicidades? ¿Dirías que aún esconden secretos mutuos?
Es una relación de complicidad en la mayor parte del tiempo, y ya hacia el final sí hay un fuero más autónomo entre ambos, que es mucho más complejo. Digo que es de complicidad mutua porque, cuando se inicia ese vínculo, Fujimori tenía un problema serio por denuncias periodísticas sobre el no pago de impuestos por la venta de unos terrenos que tenía la constructora que él mantenía con su esposa desde los 70. En ese momento, un asesor suyo, Francisco Loayza, que había trabajado en el Estado, le sugiere que hable con Montesinos, y este llega con una solución. Entonces, si ese vínculo se inicia con Montesinos solucionándole un problema que podía complicarle la campaña de 1990, tenemos probablemente una relación con muchos secretos por detrás. No es una relación abierta y limpia.
Luego hay un gran momento en los 90 cuando Fujimori se separa en la práctica de Susana Higuchi, y la familia Fujimori pasa a vivir con Montesinos en el Servicio de Inteligencia Nacional. Allí hay una cuestión que a veces no se recuerda: cuatro adolescentes viviendo con su papá presidente y con un señor al cual en algún momento llamaron tío. Y sobre el cual todavía no se sabe cómo se financiaron los estudios universitarios de esos cuatro chicos, ahora adultos. Pero llega un momento en que esa relación se comienza a desgastar, como pasa con muchos matrimonios. Cada uno comenzó a buscar su propio espacio. Había unas cosas complicadas allí. Y para la campaña del 2000 queda claro que, si bien tenían que trabajar juntos, por momentos cada uno tenía sus estrategias paralelas. Montesinos en un momento conspira con Carlos Boloña y algunos militares para tratar de darle un golpe a Fujimori; y en otro momento, Keiko Fujimori y Carlos Raffo buscan sacarlo del núcleo de Montesinos. De hecho, ese es un poco el núcleo fujimorista que vemos en la campaña de hoy.
–Si te preguntara por las facetas del régimen de Alberto Fujimori, ¿cuál crees que es la menos atendida, la que pasa más desapercibida y merecería mayores luces?
Una de las cosas importantes que toco en el libro es el contacto de Fujimori con la cultura popular, que él y su entorno sabían leer. Mucho del discurso de la glorificación del emprendedor, del comerciante informal, nace con Fujimori desde la campaña del 90 y permanece durante toda la década. Allí están sus incursiones aprovechando el auge de la tecnocumbia, los fenómenos televisivos como el de Laura Bozzo, o empleando la televisión como un mecanismo de control psicosocial, que incluía sobornos a los dueños de los canales de televisión. Incluso algunas apariciones puntuales en el mundo del fútbol, aunque él no se caracterizara como un gran seguidor del deporte, como tratar de sacar provecho de personajes como Cubillas o Chumpitaz.
Otra cuestión es su relación ambivalente con el tema de género. Porque Fujimori construye el Ministerio de la Mujer, aunque juntándolo con otras cosas. Era un ministerio Frankenstein, en el que se juntaban programas de violencia familiar con cuestiones del Parque de las Leyendas. Al mismo tiempo, acude a la Conferencia Mundial sobre la Mujer en Beijing de 1995 (es el único presidente hombre que va a esa cumbre), pero tiene acusaciones muy serias como las esterilizaciones forzadas, que actualmente se están procesando. Y además denuncias por violencia familiar que en 1994 o 1995 fueron tratadas de una manera muy distinta a como se tratarían hoy. Y vinculado al tema de género está la cuestión LGTBI: uno de los pasajes del libro relata la ocasión en que Fujimori hace un cese de varios diplomáticos y entre los argumentos que da es que algunos de ellos eran gays, algo que hoy sería totalmente deplorable. Todo eso delata cierto signo conservador que el fujimorismo arrastra hasta hoy.
–Hablando de eso: ¿cómo ves la trascendencia de Alberto Fujimori en el Perú de hoy? ¿Cómo se sienten sus efectos colaterales? ¿Dirías que llegó a alterar nuestra actitud o nuestra moral en materia política, económica o social?
Mucho de lo que vemos en la política actual tiene que ver con Fujimori. Por ejemplo, que hayamos tenido 18 candidatos presidenciales, de los que casi todos eran capaces de sacarse la tinka como Fujimori se la sacó en 1990. O el hecho de organizar partidos que básicamente son instrumentos estrictamente electorales, y no agrupaciones más sólidas ideológica y programáticamente. También ese discurso, que prevalece sobre todo en ciertas élites, de combinar mano dura con liberalismo económico. El uso de la televisión y de la imagen, y además cierto grado de estética, cierta forma de comunicar que uno ve en los videos del 2000 y que encuentra en la campaña de Keiko Fujimori (más allá de que probablemente sea la misma persona la que está detrás). Entonces, así como Velasco cambió para bien y para mal al Perú en muchos sentidos, de Fujimori se podría decir lo mismo. Creo que son dos autoritarios que han marcado la vida contemporánea peruana, y por eso seguimos descubriéndolos.
–Es curioso que el primer y el último capítulo del libro abran con Mario Vargas Llosa como el más emblemático de los opositores al fujimorismo, y que hace un par de semanas sorprendiera con una invocación a votar por Keiko Fujimori. ¿Marca un punto de quiebre este respaldo?
Yo diría que no. Porque creo que el antifujimorismo ha trascendido a la propia figura de Vargas Llosa. Han pasado 30 años y muchas cosas se han ido reconfigurando en el camino. Así como vemos continuidades desde los 90, hay otras muchas cosas diferentes. Un endose como el de Vargas Llosa en el 2011 tuvo un empuje muy fuerte, no solo porque se trataba de Ollanta Humala, sino porque Mario había ganado el Nobel de Literatura un año antes. Era una coyuntura especial. Además, su apoyo no era aislado, sino que aparecía con otros personajes y con otras organizaciones de la sociedad civil, algo muy distinto a lo que vemos ahora. Por eso el apoyo de Vargas Llosa a Keiko Fujimori aparece más en la línea de lo que él piensa ahora: es una persona que, en los últimos 10 años, se ha vuelto mucho más conservador en la línea política, incluso con juicios un poco permisivos con agrupaciones como la española Vox o el presidente de Brasil Jair Bolsonaro. Por eso a muchos no nos ha sorprendido esa posición de respaldo. El problema del artículo que escribió y de lo dicho en entrevistas es que muchas de las críticas que le hace a Pedro Castillo también son atribuibles a Keiko Fujimori. Entonces, creo yo, que él queda un poco en ‘offside’, está ante un problema muy muy fuerte.
–También se habla del parecido entre el Fujimori de 1990 y el Pedro Castillo actual. ¿Ves similitudes, diferencias?
Las mayores similitudes son la sorpresa electoral y la impresión de estar ante un cierre de ciclo. Porque Fujimori cerró el ciclo de los grandes partidos de los 70 u 80. Pero hay otras diferencias: una es que Fujimori tenía efectivamente un aparato precario, y aunque Castillo también, probablemente tiene un partido más fuerte detrás, y una experiencia mucho más política que la que tenía Fujimori. La segunda diferencia es que Fujimori era de Lima, mientras Castillo y su grupo político vienen de la provincia. Tercero, y esto podría ser un paralelo interesante, es que Fujimori se centraba más en las redes evangélicas para extender su mensaje, y Castillo se centra más en las redes de maestros.
–Keiko Fujimori, por su parte, ha oscilado entre el aparente deslinde y la reconciliación y reivindicación de su apellido. ¿Cuánto de su padre sobrevive en ella?
Mucho, ¿no? Mucho porque ella ha reivindicado la imagen del padre y el hecho de que ella es una Fujimori. Además hay toda una continuidad, como prometer que va a indultarlo o volver a traer a Carlos Raffo a la campaña, de manera informal. Todo eso, sumado a los errores de sus competidores, fue lo que generó que ella pasara a la segunda vuelta. Pero ahora tiene un problema: que para ganar tiene que ser mucho más audaz en su “desfujimorización”. Porque la gente y el antifujimorismo le están diciendo “no confiamos en ti”, y lo único que podría hacer cambiar en algo la situación es un genuino arrepentimiento e incluso acatar el pedido de un sector para que Alberto Fujimori no sea indultado. Pero ella ha sido muy clara en ratificar que lo va a indultar, entonces está comprometida en una trampa.
Pero aparte hay una gran diferencia entre ella y su padre: Alberto Fujimori provenía de un sector de clase media baja, con los padres migrantes que vinieron de Japón y que se hicieron a sí mismos. Luego, cuando él arma la empresa constructora con Susana Higuchi en paralelo a su trabajo de docente universitario, comienzan a ganar importante cantidad de dinero que les permite pagar las pensiones de un colegio como La Recoleta, que no era barato a fines de los 80 y comienzos de los 90. Eso implicaba toda una serie de contactos y de redes que Keiko tuvo de forma muy diferente, incluso con sus estudios de pregrado en Estados Unidos. Sus experiencias son sumamente distintas, y creo que eso la tiene confinada en este discurso del ‘establishment’. Su padre era mucho más dúctil para poner un pie en el mundo de arriba, en el de los grandes empresarios, pero también en el de abajo. Ella está perdiendo crecientemente esa habilidad, y en los últimos cinco años le ha pasado factura.
–El libro culmina con aquella idea de que, pese a todo, estamos cumpliendo el más largo periodo democrático de nuestra historia. Y “pese a todo” porque da la impresión de ser una democracia sumamente frágil y accidentada. ¿Es muy grande el peligro de perder esa racha?
El peligro está. Lo tuvimos en noviembre del 2020 cuando el señor Merino ocupó brevemente la Presidencia de la República. Si no es porque hubo una reacción popular que atravesó todos los sectores sociales, probablemente habríamos perdido la democracia. Felizmente eso no ocurrió, pero el riesgo está latente. No solo por la persistencia de algunas tendencias autoritarias en la sociedad peruana, sino porque hay mucha insatisfacción con la democracia en general. Vivimos en el país con menos confianza interpersonal en América Latina, y sostener un régimen político con esos índices de desconfianza siempre va a ser muy complicado.
Ahora bien, de otro lado, lo ocurrido en noviembre nos demuestra que hay una reacción ciudadana saludable que puede generar ciertos frenos a quien quiera convertirse en aprendiz de dictador. Eso no significa que hay que dar la democracia por sentada ni mucho menos. Pero sí que existe la manifestación de una presencia democrática por parte de varios sectores de la sociedad peruana, de una defensa del orden institucional y de los derechos humanos que es muy saludable y que se ha venido enriqueciendo en los últimos 20 años, felizmente.
“El último dictador”
- Autor: José Alejandro Godoy
- Páginas: 532
- Editorial: Debate
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