Alfredo Bryce Echenique. (Foto: Richard Hirano/ El Comercio)
Alfredo Bryce Echenique. (Foto: Richard Hirano/ El Comercio)
Carmen Ollé

Acaba de terminar enero, el mes de la fundación de Lima, y a 484 años de ese hecho no todos están contentos con los cambios que la han transformado en una ciudad cosmopolita. Los narradores del 50 y del 60, por ejemplo, rechazan su nueva fisonomía, no así los poetas que vienen 20 años después.

“Creo que la única ventaja que tiene un aristócrata decadente, podrido y arruinado es poder juntarse con quien a uno le da la gana…”, reflexionaba en una entrevista con César Hildebrandt en 1972, que ilustra bien el espíritu que lo llevó a alejarse del Perú, aunque también la nostalgia por un país que ha cambiado radicalmente y en el que ya no se reconoce. Tal como lo sienten otros narradores contemporáneos, como Julio Ramón Ribeyro y Luis Loayza, la Lima “moderna” es un eufemismo para hablar de los cambios drásticos motivados por las invasiones del campo a la ciudad, de campesinos que buscan un futuro promisorio y terminan construyendo los asentamientos humanos, a la par que se levantan grandes ‘malls’ de poderosos conglomerados económicos. Estos escritores se sintieron rebasados por una ciudad que ya no era la Miraflores ni la Lima señorial, con sus bellos ficus y acequias “rumorosas”. Era otra, asolada por el terrorismo en los ochenta y años después contaminada por el ruido de celulares, televisores y el tráfico. Ruido más ruido que impide relajarse con el sonido del mar desde los acantilados.

La nostalgia –decía Bryce– es un componente que está dentro de las memorias: “Al volver a esa particular edad de la propia vida o a ese lugar perdido para siempre, todo adquiere un nuevo valor, se convierte en otra cosa. La nostalgia invade hasta el presente”.

TIERRA FANTASMA
Ribeyro representa, por ejemplo, el espacio interior como experiencia de la pobreza: el amoblado, los sillones, los cojines, el álbum de familia y las chucherías donde las personas dejaron su sello, su cólera, su frivolidad, mientras la modernidad los borra. El interior es una habitación burguesa del siglo XIX, sostiene Walter Benjamin, donde todo está impregnado de las huellas del que lo habitó. El alojamiento de algunos héroes de Ribeyro en la mayoría de sus cuentos son habitaciones, hoteles, salas de estar de la clase media; cuartos de alquiler que nos muestran la pobreza de los trabajadores, el malestar y la soledad de las gentes.

En cambio, la calle, el afuera, muestra cómo la ciudad se transforma en barrios residenciales, y por lo tanto no hay más refugios que salones como el de Ridder, dormitorios como el del señor Baruch, roperos como el de Bárbara. Si el hombre de la ciudad pierde su centro de apoyo y no puede alcanzar el placer en la calle como una suerte de posibilidades de encuentro o diversión, se sume en una especie de “vértigo exterior”, dice el escritor franco-uruguayo Jules Supervielle al yuxtaponer la claustrofobia y la agorafobia: este exceso de espacio hunde al ser en las mismas sombras que lo amenazan en el vacío de una habitación.

En “Los eucaliptos”, Ribeyro traza una Miraflores rural en tanto la urbe progresa. De las quintas, los corralones, los potreros, la huaca, los caserones abandonados con sus estatuas de yeso, las avenidas de ficus y moreras, todo lo que constituía el barrio casi provinciano e idílico, se pasa con la instalación de la luz eléctrica a otra realidad, y entonces surge la pugna entre lo tradicional y lo moderno, el pasado y el presente.

Luis Loayza, escritor de culto, escribe su obra en Europa. Hizo allá una carrera como traductor a partir de los años 50. Volvió a Lima a comienzos de los 60 y en ese viaje decidió no regresar, pues pensaba que el mundo que había dejado ya no existía. En un artículo para la revista “Libros y artes”, el escritor Alonso Cueto describe esa experiencia de Loayza: “Hace pocos años, en París, Loayza me dijo que si alguien le dijera que Lima era como cuando él era joven, volvería al día siguiente. Le parecía intolerable que su ciudad hubiera cambiado”. Un anhelo que apreciamos con deleite en su estupendo libro de cuentos “Otras tardes”, por ejemplo: volver al pasado a través de la literatura es un viaje extraordinario.

UN NUEVO ROSTRO
¿Pero desde cuándo podemos llamar a Lima una ciudad moderna? Carlos Villacorta, en su ensayo “Poéticas de la ciudad”, sostiene que a partir de la destrucción en el siglo XIX de las murallas que defendían a Lima de los ataques del exterior, lo que dio paso a la construcción de nuevas avenidas.

Sin embargo, esta modernización fue solo un barniz, pues la ciudad capital se tugurizó en la segunda mitad del siglo XX con las invasiones. En los años 70, los cambios sociales surgidos durante la época de Velasco Alvarado coincidieron con la aparición de muchos poetas que dieron al traste con la poesía inspirada en los símbolos de poetas foráneos como los malditos franceses y los románticos alemanes. La poesía de los 70 del grupo Hora Zero o la de los 80 con Kloaka no rechazaron a la nueva Lima; por el contrario, se identificaron con ella y creyeron que significaba una nueva era de cambios.

Hablamos de Juan Ramírez Ruiz, Enrique Verástegui, Jorge Pimentel, Roger Santibáñez, Mariela Dreyfus, el recientemente fallecido Tulio Mora y muchos otros que crearon una poesía que incorporó las experiencias de los migrantes. Verástegui buscaba la belleza del lenguaje, yendo de lo culto a lo popular. En la poética de Pimentel y Ramírez abundaban los vulgarismos, el argot, lo obsceno. Nuevos escenarios emergieron en ese entonces, como el Parque Universitario o La Parada, antigua estación de buses procedentes de provincias. A diferencia de los narradores, los poetas se interesaron más por el sujeto subalterno y por las masas. Y una utopía se erigía: la de la revolución social inspirada en revoluciones como la china y la cubana.

Contenido sugerido

Contenido GEC